lunes, 9 de mayo de 2011

Un ensayo de Borges acerca de Swedenborg



En su admirable conferencia de 1845 Ralph Waldo Emerson eligió a Emanuel Swedenborg como prototipo del místico. Esta palabra, aunque justísima, corre el albur de sugerir un hombre lateral, un hombre que instintivamente se aparta de las circunstancias y urgencias que llamamos, nunca sabré por qué, la realidad. Nadie menos parecido a esa imagen que Emanuel Swedenborg, que recorrió este mundo y los otros, lúcido y laborioso. Nadie aceptó la vida con mayor plenitud, nadie la investigó con igual pasión, con idéntico amor intelectual y con tanta impaciencia de conocerla. Nadie más distinto de un monje que ese escandinavo sanguíneo, que fue mucho más lejos que Enrico el Rojo.

Como el Buddha, Swedenborg reprueba el ascetismo, que empobrece y puede anular a los hombres. En el confín del Cielo vio a un eremita que se había propuesto ganarlo y que, durante su vida mortal, había buscado la soledad y el desierto. Alcanzada la meta, el bienaventurado descubre que no puede seguir la conversación de los ángeles ni penetrar las complejidades del Paraíso. Finalmente le permiten proyectar a su alrededor una alucinadora imagen del yermo. Ahí está ahora, como estuvo en la tierra, mortificándose y rezando, pero sin la esperanza del cielo.

Gaspar Svedborg, su padre, fue un eminente obispo luterano, y en él se dio una rara conjunción de fervor y tolerancia. Emanuel nació en Estocolmo a principios del año 1688. Desde niño pensaba en Dios y buscaba el diálogo de los clérigos que frecuentaban la casa de su padre. No deja de ser significativo que a la salvación por la fe, piedra angular de la reforma que predicó Lutero, antepusiera la salvación por las obras, que es prueba fehaciente de aquélla. Ese hombre impar y solitario fue muchos hombres. No desdeñó la artesanía; en Londres, cuando joven, se ejercitó en las artes manuales del encuadernador, del ebanista, del óptico, del relojero y del fabricante de instrumentos científicos. También grabó los mapas requeridos para globos terráqueos. Todo esto sin descuidar la disciplina de las diversas ciencias naturales, del álgebra y de la nueva astronomía de Newton, con el cual hubiera querido conversar, y que no conoció. Su aplicación fue siempre inventiva. Se anticipó a la teoría nebular de Laplace y de Kant y proyectó una nave que pudiera andar por el aire y otra, con fines militares, que pudiera andar bajo el mar. Le debemos un método personal para fijar las longitudes y un tratado sobre el diámetro de la luna. Hacia 1716 inició en Upsala la publicación de un periódico de carácter científico que hermosamente tituló Daedalus Hiperborius y que duraría dos años. En 1717, su aversión a lo puramente especulativo le hizo rehusar la cátedra de astronomía que el rey le había ofrecido. En el decurso de las temerarias y casi míticas guerras de Carlos XII, actuó como ingeniero militar. Ideó y ejecutó un artificio para trasladar barcos por tierra durante un trecho que abarcaba más de catorce millas. En 1734 aparecieron en Sajonia los tres volúmenes de su Opera philosophica et mineralia. Dejó buenos hexámetros latinos y la literatura inglesa —Spencer, Shakespeare, Cowley, Milton y Dryden— le interesó por su poder imaginativo. Aunque no se hubiera consagrado a la mística, su nombre sería ilustre en la ciencia. Le interesó, como a Descartes, el problema del preciso lugar en que se comunica el alma con el cuerpo. La anatomía, la física, el álgebra y la química le inspiraron muchas y laboriosas obras que redactó, como era de usanza, en latín. En Holanda atrajeron su atención la fe y el bienestar de los habitantes; los atribuyó al hecho de que el país fuera una república, ya que en los reinos la gente, acostumbrada a la adulación de su rey, suele adular a Dios; rasgo servil que no puede ser de Su agrado. Anotemos, de paso, que durante los viajes que realizó, visitaba las escuelas, las universidades, los barrios pobres y las fábricas, y que era aficionado a la música y, particularmente, a la ópera. Fue asesor del Real Negociado de Minas y tuvo asiento en la Cámara de los Nobles. Al estudio de la teología dogmática prefirió siempre el de la Sagrada Escritura. No le bastaron las versiones lati­nas; investigó los textos originales en hebreo y en griego. En un diario íntimo se acusa de desaforada soberbia; hojeando los volúmenes alineados en una librería, pensó que sin mayor esfuerzo podía superarlos, y luego comprendió que el Señor tiene mil modos de tocar el corazón humano y que no hay libro que sea inútil. Ya Plinio el Joven había escrito que no hay libro tan malo que no encierre algo bueno, dictamen que Cervantes recordaría.

El hecho cardinal de su vida humana ocurrió en Londres, en una de las noches de abril de 1745. Swedenborg mismo lo ha denominado el grado discreto o grado de separación. Lo precedieron sueños, plegarias, períodos de incertidumbre y de ayuno y, lo que es harto más singular, de aplicada labor científica y filosófica. Un desconocido, que silenciosamente le había seguido por las calles de Londres, y de cuyo aspecto nada sabemos, apareció de pronto en su cuarto y le dijo que era el Señor. Directamente le encomendó la misión de revelar a los hombres, ahora sumidos en el ateísmo, en el error y en el pecado, la verdadera y perdida fe de Jesús. Le anunció que su espíritu recorrería cielos e infiernos y que podía conversar con los muertos, con los demonios y con los ángeles.

A la sazón, el elegido contaba cincuenta y siete años; durante casi treinta años más llevó una vida visionaria, que fue registrando en densos tratados de prosa clara e inequívoca. A diferencia de otros místicos, prescindió de la metáfora, de la exaltación y de la vaga y fogosa hipérbole.

La explicación es obvia. El empleo de cualquier vocablo presupone una experiencia compartida, de la que el vocablo es el símbolo. Si nos hablan ¿el sabor del café, es porque ya lo hemos probado; si nos hablan del color amarillo, es porque ya hemos visto limones, oro, trigo y puestas del sol. Para sugerir la inefable unión del alma del hombre con la divinidad, los sufíes del Islam se vieron obligados a recurrir a analogías prodigiosas, a imágenes de rosas, de embriaguez o de amor carnal; Swedenborg pudo renunciar a tales artificios retóricos porque su tema no era el éxtasis del alma arrebatada y enajenada, sino la puntual descripción de regiones ultraterrenas, pero precisas. Con el fin de que imaginemos, o empecemos a imaginar, la ínfima hondura del Infierno, Milton nos habla de No light, but rather darkness visible; Swedenborg prefiere el rigor y —¿por qué no decirlo?— las eventuales prolijidades del explorador o del geógrafo que registra reinos desconocidos.

Al dictar estas líneas, siento que me detiene la incredulidad del lector como un alto muro de bron­ce. Dos conjeturas la hacen fuerte: La deliberada impostura de quien ha escrito esas cosas extrañas o el influjo de una demencia brusca o gradual. La pri­mera es inadmisible. Si Emanuel Swedenborg se hubiera propuesto engañar, no habría recurrido a la publicación anónima de buena parte de su obra, como lo hizo en los nueve volúmenes de su Arcana Caelestia, que renuncian a la autoridad que confiere un nombre ya ilustre. Nos consta que en el diálogo no procuraba hacer prosélitos. A la manera de Emerson y de Walt Whitman, creía que los argumentos no persuaden a nadie y que basta enunciar una verdad para que los interlocutores la acepten. Siempre rehuía la polémica. En su obra entera no se descubrirá un solo silogismo; no hay sino tersas y tranquilas afirmaciones. Me refiero, claro está, a sus tratados místicos.

La hipótesis de la locura no es menos vana. Si el redactor del Daedalus Hiperboreus y del Prodromus Principiorum Rerum naturalium se hubiera enloquecido, no deberíamos a su pluma tenaz la ulterior redacción de miles de metódicas páginas, que representan una labor de casi treinta años y que nada tienen que ver con el frenesí.

Consideremos ahora las coherentes y múltiples visiones, que ciertamente encierran mucho de milagroso. William White ha observado agudamente que otorgamos con docilidad nuestra fe a las visiones de los antiguos y propendemos a rechazar las de los modernos, o nos burlamos de ellas. Creemos en Ezequiel porque lo enaltece lo remoto en el tiempo y en el espacio, creemos en San Juan de la Cruz porque es parte integral de la literatura española, pero no en William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg, ni en su aún cercano maestro. ¿En qué precisa fecha cesaron las visiones verdaderas y fueron reemplazadas por las apócrifas? Lo mismo dijo Gibbon de los milagros.

Dos años consagró Swedenborg a estudiar el hebreo, para el examen directo de la Escritura. Yo tengo para mí conste que se trata del parecer, sin duda heterodoxo, de un mero hombre de letras y no de un investigador o de un teólogo— que Swedenborg, como Spinoza o Francis Bacon, fue un pensador por cuenta propia (in his own right) que cometió un incómodo error cuando resolvió ajustar sus ideas al marco (framework) de los dos Testamentos. Lo propio les había ocurrido a los cabalistas hebreos, que esencialmente eran neoplatónicos cuando invocaron la autoridad de los versículos, de las palabras, y aun de las letras y trasposiciones de letras, del Génesis, para justificar su sistema.

No es mi propósito exponer la doctrina de la Nueva Jerusalén revelada por Swedenborg, pero quiero demorarme en dos puntos. El primero es el concepto originalísimo del cielo y del infierno. Swedenborg lo explica largamente en este, el más conocido y hermoso de sus tratados, De Cáelo et inferno, publicado en Amsterdam en 1758. Blake lo repite y Bernard Shaw lo ha resumido vividamente en el tercer acto de Man and Superman (1903) que narra el sueño de John Tanner. Shaw, que yo sepa, no habló nunca de Swedenborg; cabe suponer que escribió bajo el estímulo de Blake, a quien menciona con frecuencia y respecto, o, lo que no es inverosímil, que arribó a las mismas ideas por cuenta propia.

En una epístola famosa dirigida a Cangrande Della Scala, Dante Alighieri advierte qué su Commedia, como la Sagrada Escritura, puede leerse de cuatro modos distintos y que el literal no es más que Uno de ellos. Dominado por los versos preciosos, el lector, sin embargo, conserva la indeleble impresión de que los nueve círculos del Infierno, las nueve terrazas del Purgatorio y los nueve cielos del Paraíso corresponden a tres establecimientos: uno de carácter penal, otro penitencial, y otro —si el neologismo es tolerable (allowable)— premial. Pasajes como Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate (Abandona toda esperanza, tú que entras) fortalecen esa convicción topográfica, realizada por el arte. Nada más diverso de los destinos ultraterrenos de Swedenborg. El cielo y el infierno de su doctrina no son lugares, aunque las almas de los muertos que los habitan, y de alguna manera los crean, los ven como situados en el espacio. Son condiciones de las almas, determinadas por su vida anterior. A nadie le está vedado el paraíso, a nadie le está impuesto el infierno. Las puertas, por decirlo así, están abiertas. Quienes mueren no saben que están muertos, durante un tiempo indefinido proyectan una imagen ilusoria de su ámbito habitual y de las personas que los rodeaban. Al cabo de ese tiempo se les acerca gente des­conocida. Si el muerto es un malvado le agradan el aspecto y el trato de los demonios y no tarda en unirse a ellos; si es un justo, elige a los ángeles. Para el bienaventurado, el orbe diabólico es una región de pantanos, de cuevas, de chozas incendiadas, de ruinas, de lupanares y de tabernas. Los réprobos no tienen cara o tienen caras mutiladas y atroces [a los ojos de los justos], pero se creen hermosos. El ejercicio del poder y el odio recíproco son su feli­cidad. Viven entregados a la política, en el sentido más sudamericano de la palabra; es decir, viven para conspirar, mentir e imponerse. Swedenborg cuenta que un rayo de luz celestial cayó en el fondo de los infiernos; los réprobos lo percibieron como un hedor, una llaga ulcerante y una tiniebla.

El Infierno es la otra cara del Cielo. Su reverso preciso es necesario para el equilibrio de la creación. El Señor lo rige, como a los cielos. El equilibrio de las dos esferas es requerido para el libre albedrío, que sin tregua debe elegir entre el bien, que mana del cielo, y el mal que mana del infierno. Cada día, cada instante de cada día, el hombre labra su perdición eterna o su salvación. Seremos lo que somos. Los terrores o alarmas de la agonía, que suelen darse cuando el moribundo está acobardado y confuso, no tienen mayor importancia. Podemos creer o no en la inmortalidad de las almas, pero es indiscutible que la doctrina revelada por Swedenborg es más moral y más razonable que la de un misterioso don que se obtiene, casi al azar, a última hora. Nos lleva, por lo pronto, al ejercicio de una vida virtuosa.

Innumerables cielos constituyen el cielo que vio Swedenborg, innumerables ángeles constituyen cada uno de ellos y cada uno de esos ángeles es, individualmente, un cielo. Los rige el ardiente amor de Dios y del prójimo. La forma general del Cielo (y la de los cielos) es la forma de un hombre o, lo que viene a ser lo mismo, la de un ángel, ya que los ángeles no son una especie distinta. Los ángeles, como los demonios, son muertos que han pasado a la esfera angélica o demoníaca. Rasgo curioso que sugiere la cuarta dimensión que Henry More ya había pre­figurado: los ángeles, en cualquier sitio que estén, siempre miran de frente al Señor. En el orbe espiritual el sol es la visible imagen de Dios. El espacio y el tiempo sólo existen de manera ilusoria; si una persona piensa en otra, ya la tiene a su lado. Los ángeles conversan como los hombres por medio de palabras articuladas, que se pronuncian y que se oyen, pero el lenguaje que usan es natural y no exige un aprendizaje. Es común a todas las esferas angélicas. El arte de la escritura no es desconocido en el cielo; Swedenborg recibió más de una vez comunicaciones divinas que parecían manuscritas o impresas, pero que no logró descifrar del todo, porque el Señor prefiere la instrucción oral y directa. Más allá del bautismo, más allá de la religión profesada por sus padres, todos los niños van al cielo, donde los instruyen los ángeles. Ni la riqueza, ni la dicha, ni el lujo, ni la vida mundana son barreras para entrar en el cielo; ser pobre no es un mérito, una virtud, como tampoco lo es ser desventurado. Lo esencial es la buena voluntad y el amor de Dios, no las circunstancias externas. Ya hemos visto el caso del ermitaño que, a fuerza de mortificación y de soledad, se incapacitó para el cielo y tuvo que renunciar a su goce.

En el tratado del amor conyugal, que apareció en 1768, Swedenborg dice que en la tierra el matrimonio nunca es perfecto, porque en el hombre prima el entendimiento, y en la mujer, la voluntad. En el estado celestial, el hombre y la mujer que se han querido formarán un solo ángel.

En el Apocalipsis, que es uno de los libros canó­nicos del Nuevo Testamento, San Juan el Teólogo habla de una Jerusalén celestial; Swedenborg extien­de esa idea a otras grandes ciudades. Así, en Vera Christiana Religio (1771), escribe que hay dos Londres ultraterrenas. Al morir, los hombres no pierden sus caracteres. Los ingleses conservan su íntima luz intelectual y su respeto a la autoridad; los holandeses siguen ejerciendo el comercio; los alemanes suelen andar cargados de libros y, cuando les preguntan algo, consultan el volumen correspondiente antes de contestar. Los musulmanes nos ofrecen el caso más curioso de todos. Ya que en sus almas los conceptos de Mahoma y de religión están inextricablemente trabados, Dios los dota de un ángel que finge ser Mahoma y que les enseña la fe. Ese ángel no siempre es el mismo. El verdadero Mahoma surgió una vez ante la comunidad de los fieles y pudo articular las palabras: "Yo soy vuestro Mahoma". Inmediatamente se ennegreció y volvió a hundirse en los infiernos.

En el orbe espiritual no hay hipócritas; cada cual es lo que es. Un espíritu maligno le encargó a Swedenborg que escribiera que el deleite de los demonios está en el ejercicio del adulterio, del robo, de la estafa y de la mentira, y que les deleitaba asimismo el hedor de los excrementos y de los muertos. Abrevio el episodio, el curioso lector puede consultar la página final del tratado Sapientia Angélica de Divina Providentia (1764)

A diferencia de lo que otros visionarios refieren, el cielo de Swedenborg es más preciso que la tierra. Las formas, los objetos, las estructuras y los colores son más complejos y más vividos.

Para los Evangelios, la salvación es un proceso ético. Ser justo es lo fundamental; también se exalta la humildad, la miseria y la desventura. Al requisito de ser justo, Swedenborg añade otro, antes no mencionado por ningún teólogo: el de ser inteligente. Volvamos a recordar el asceta, obligado a reconocer que era indigno de la conversación teológica de los ángeles. (Los incalculables cielos de Swedenborg están llenos de amor y de teología.) Cuando Blake escribe El tonto no entrará en la Gloria, por santo que sea, o Despojáos de santidad y cubríos de inteligencia, no hace otra cosa que amonedar en lacónicos epigramas el discursivo pensamiento de Swedenborg. Blake asimismo afirmará que no bastan la inteligencia y la rectitud y que la salvación del hombre exige un tercer requisito: ser un artista. Jesús Cristo lo fue, ya que enseñaba por medio de parábolas y de metáforas, no por razonamientos abstractos.

No sin vacilación (misgiving) trataré ahora de bosquejar, siquiera de manera parcial y rudimentaria, la doctrina de las correspondencias, que constituye para muchos el centro del tema que estudiamos. En la Edad Media se pensó que el Señor había escrito dos libros, el que denominamos la Biblia y el que denominamos el universo. Interpretarlos era nuestro deber. Swedenborg, lo sospecho, empezó por la exégesis del primero. Conjeturó que cada palabra de la Escritura tiene un sentido espiritual y llegó a elaborar un vasto sistema de significaciones ocultas. Las piedras, por ejemplo, representan las verdades naturales; las piedras preciosas, las verdades espirituales; los astros, el conocimiento divino; el caballo, la recta comprensión de la Escritura, pero también su tergiversación por obra de sofismas; la abominación de la desolación, la Trinidad; el abismo, Dios o el infierno; Etcétera. De la lectura simbólica de la Biblia, Swedenborg habría pasado a la lectura simbólica del universo y de nosotros. El sol del cielo es una imagen del sol espiritual, que a su vez es una imagen de Dios; no hay un solo ser en la tierra que no perdure sino por el influjo constante de la Divinidad. Las cosas más ínfimas, escribirá De Quincy, que fue lector de la obra de Swedenborg, son espejos secretos de las mayores. La historia universal, dirá Carlyle, es un texto que debemos continuamente leer y escribir y en el que también nos escriben. Esa perturbadora sospecha de que somos cifras y símbolos de una criptografía divina, cuyo sentido verdadero ignoramos, abunda en los volúmenes de Léon Bloy, y los cabalistas judíos la conocieron.

La doctrina de las correspondencias me ha llevado a la mención de la cabala. Que yo sepa o recuer­de, nadie ha investigado hasta ahora su íntima afinidad. En el primer capítulo de la Escritura se lee que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Esta afirmación implica que Dios tiene la forma de un hombre. Los cabalistas que en la Edad Media compi­laron el Libro del Esplendor declaran que las diez emanaciones, o sefíroth, cuya fuente es la inefable divinidad, pueden ser concebidas bajo la especie de un Árbol o de un Hombre; el Hombre Primordial, el Adam Kadmon. Si en Dios están todas las cosas, todas las cosas estarán en el hombre, que es su reflejo terrenal. De tal manera, Swedenborg y la cabala llegan al concepto del microcosmo, o sea del hombre, como espejo o compendio del universo. Según Swedenborg, el infierno y el cielo están en el hombre, que asimismo incluye plantas, montañas, mares, continentes, minerales, árboles, flores, abrojos, peces, herramientas, ciudades y edificios.

En 1758, Swedenborg anunció que, en el año anterior, había sido testigo del Juicio Universal, que tuvo lugar en el mundo de los espíritus y que correspondió a la fecha precisa en que se había apagado la fe en todas las iglesias. Esa declinación comenzó cuando se fundó la Iglesia de Roma. La reforma iniciada por Lutero y prefigurada por Wycliff era imperfecta y no pocas veces herética. Otro Juicio Final ocurre también en el instante de la muerte de cada hombre y es consecuencia de toda su vida anterior.

El día 29 de marzo de 1772, Emanuel Swedenborg murió en Londres, la ciudad que tanto quería, ciudad en que Dios le había encomendado una noche la misión que lo haría único entre los hombres. Quedan algunos testimonios de sus últimos días, de su anticuado traje negro de terciopelo y de una espada con una empuñadura de forma extraña.

Durante sus últimos años su régimen de vida era austero; el café, la leche y pan eran su alimento. A cualquier hora de la noche o del día los sirvientes lo oían caminar por su habitación, hablando con sus ángeles.

Hacia mil novecientos sesenta y tantos escribí este soneto:

Emanuel Swedenborg

Más alto que los otros, caminaba
Aquel hombre lejano entre los hombres;
Apenas si llamaba por sus nombres
Secretos a los ángeles. Miraba
Lo que no ven los otros terrenales:
La ardiente geometría, el cristalino
Laberinto de Dios y el remolino
Sórdido de los goces infernales.
Sabía que la Gloria y el Averno
En tu alma están, y sus mitologías;
Sabía, como el griego, que los días
Del tiempo son espejos del Eterno.
En árido latín fue registrando
Ultimas cosas sin por qué ni cuándo.

Jorge Luis Borges

Buenos Aires, abril de 1972

Fuente : http://www.swedenborg.es/borges/borges.htm

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