Poeta, traductor, periodista, a los 83 años recapitula
tramos de su paso por el siglo XX: durante casi cuatro décadas dedicó el
mediodía de los sábados a almorzar con el autor de Ficciones.
Hay que estar atento, porque aunque muchos lo hayan
olvidado, algunos rincones de la ciudad conectan con universos remotos. La casa
de Félix della Paolera es uno de esos puentes secretos. Una vez ahí, cualquier
tema puede conducir a otros tiempos. Si se quiere conversar sobre suburbios, la
voz del dueño de casa hará aparecer en el living varios trenes rebozantes de
poetas, como aquellos en los que viajó por el conurbano cuando compartía
tertulias con el grupo al que pertenecía Oliverio Girondo. El que prefiera la
filosofía podrá revisar alguna carta enviada por Heidegger, fruto de una tarde
en la que el entrevistado paseaba por Basilea y se animó a tocarle el timbre al
autor de Ser y tiempo. Pero eso no es todo: en caso de que se prefiera evocar
la gastronomía, puede aparecer el recuerdo de William Faulkner, quien también
supo compartir alguna copa junto al señor que ahora, a los 83 años, recapitula
tramos de su paso por el siglo XX. Cualquiera de sus anécdotas podría
justificar una nota por separado, y si en este caso la regla no se cumple es
porque Della Paolera es también la persona que durante casi cuatro décadas
dedicó el mediodía de los sábados a almorzar con un amigo que con el tiempo se
fue haciendo bastante conocido, un tal Jorge Luis Borges.
El anfitrión es dueño de una amabilidad casi oriental, rasgo
que reviste con un candor juvenil y con el pedido repetido de que esta nota
“mantenga su bajo perfil”. Abre una botella de whisky como si le tocara
inaugurar el fin de semana y después, ya en clima, se larga a recordar. “Nací
en Buenos Aires, en 1923. Tengo 83 años. Me parece que ya no soy de la tercera
edad, sino de la quinta”, dispara desde su escritorio el no-viejo y deja flotar
en la sala un exquisito acento rioplatense que no se consigue en ningún
country. A su alrededor persiste el aroma de cientos –¿miles?– de volúmenes que
han ido anidando en su biblioteca a medida que pasaban los cuarenta años que
lleva en ese lugar.
“En el ’40 yo tenía diecisiete. Mis amigos eran Enrique
Molina, Olga Orozco, Juan Rodolfo Wilcock... un grupo numeroso en el que yo era
el más joven”, apunta. “Solíamos ir a distintos encuentros en el conurbano.
Salíamos en grupos de diez o veinte poetas, comíamos en el lugar de reunión y
después nos volvíamos recitando hasta Retiro o Constitución en lo que
llamábamos ‘El Tren Ebrio’; en honor al Barco Ebrio de Rimbaud.” Las postales
de bohemia juvenil giran alrededor de una Buenos Aires irremisiblemente
perdida, con intelectuales que se juntaban en Once a beber un alcohol que no
nublaba la percepción estética. “Oliverio Girondo, que era uno de los
referentes, solía invitar a veinte o veinticinco poetas a tomar manzanilla o
jerez. Nos quedábamos discutiendo sobre poesía hasta cualquier hora”, rememora.
La amistad con el autor que en aquel momento estaba urdiendo
los cuentos de Ficciones llegó después, una mañana de marzo de 1948. El joven
Félix había ido a la estación de Adrogué para tomar el tren de las diez y
cuarto. Bajo el alero del edificio inglés, alcanzó a ver la figura de un
todavía poco reconocido Borges. No se atrevió a encararlo en el andén pero se
acercó después, cuando viajaban juntos hacia el centro. Entre el traqueteo y el
viento que entraba por las ventanillas del vagón, Della Paolera preguntó:
“Disculpe, ¿usted es Borges?”. “No me queda más remedio”, fue la respuesta.
Borges estaba de vacaciones en casa de su hermana Norah, pero esa mañana tenía
turno para ir al oculista. “Lo acompañé a la clínica, y cuando esa noche
volvimos a Adrogué fuimos al hotel La Delicia, que él menciona siempre en sus textos.
En ese lugar conversamos y bebimos hasta el amanecer.” Durante aquella velada
entró al lugar William Foy, un inglés muy solitario que residía en una de las
habitaciones. Della Paolera le preguntó a Borges si Mr. Foy le había inspirado
la creación de Herbert Ashe, el ingeniero taciturno que posee el tomo XI de la Enciclopedia de Tlön
en Tlön Uqbar Orbis Tertius; a lo que el creador respondió afirmativamente. “Y
por qué no lo invitamos a conversar”, preguntó Félix. “¡No! –respondió Borges–,
¡me aterraría conocer a un personaje!”
Desde aquella noche, los dos amigos empezaron a almorzar
juntos todos los sábados, salvo cuando alguno de los dos viajaba. El que
todavía persiste en este mundo subraya que “a veces los almuerzos eran
literarios, y otras veces eran ‘paraliterarios’. Jugábamos, por ejemplo, a ver
quién se acordaba de los peores poemas que había leído”. En uno de esos
encuentros tuvieron el siguiente diálogo:
–Borges, a ver qué le parece esto: “unos mágicos números/ y
luego la delicia/ de una voz en la mano/ como flor recién cortada/y esa voz al
instante/recoge la esperada/ sensación de silencio/que misterio y caricia/...”.
–Efectivamente, Della Paolera, ha dicho usted versos
realmente horribles, ¿quién es el autor?
–Enrique Larreta...
–Previsiblemente. ¿Cómo se llama la obra?
–Telefonías.
–Podría haberse llamado “Reparaciones”, ¿no?...
Cuando “Georgie” se hizo cargo de la dirección de la Biblioteca Nacional,
el entrevistado tuvo oportunidad de viajar a Alemania para conocer distintas
bibliotecas públicas y universitarias. Al llegar a Friburgo preguntó por
Heidegger, pero nadie pudo gestionarle una entrevista con el filósofo, que
tenía una proverbial reticencia a ciertos encuentros. “Entonces me fui hasta la
puerta de la casa con una chica que estudiaba allá, para que me sirviera de
intérprete. Toqué el timbre y nos abrió la señora de Heidegger. Esperamos.
Después bajó él y al rato nos habíamos bajado dos botellas y media de vino. El
estaba encantado con la chica... era un tremendo mujeriego. Tengo fotos de esa
tarde. Estamos todos al lado de las pruebas de imprenta de los famosos dos
tomos sobre Nietzsche, que Heidegger estaba terminando.”
Los dos litros de vino blanco le dieron tiempo a Heidegger
para recordar a varios pensadores hispanoamericanos. “Se acordaba del filósofo
argentino Carlos Astrada y de un montón más. En un momento dijo que le parecía
interesante el sentido de la muerte en la poesía española. Salió disparado como
loco hacia una habitación que estaba arriba, y trajo las obras completas de
García Lorca, a quien había conocido por Ortega y Gasset. Porque no sé si sabe
que Ortega, Heidegger y otros filósofos se reunían a intercambiar opiniones
periódicamente, en un sanatorio... Después le envié a Heidegger la entrevista
que publiqué en La Nación
y él, amablemente, me respondió al poco tiempo.”
Las aventuras podrían seguir hasta cualquier hora, sin que
el tiempo haga mella en la confección perfeccionista de cada frase que usa
Della Paolera. De la biblioteca que hay detrás del memorioso van surgiendo
discos, libros o recortes de diario. Aparece de pronto un artículo del domingo
25 de abril de 1965, donde puede leerse acerca de la presentación de un disco
de Piazzolla y Borges, en el que ambos le agradecen a su “amigo común” –Félix–
el haberlos presentado. La palabra sigue remontándose hacia uno u otro asunto y
aclara, cerca del final, que “en el fondo, los itinerarios que uno hace por la
literatura pertenecen al orden de lo secreto”. ¿Cuál es el sentido colectivo de
la literatura, entonces? “Cuando yo era chico, pensaba que me iba a gustar
escribir, para darles a los demás el placer que yo sentía cuando leía,
pongamos, a Julio Verne. Me parece que si la literatura puede producir en
alguien ese deseo generoso, ya está justificada”, asegura el hombre.
Afuera cae la noche. La despedida deja la sensación de estar
despertando de un sueño. Cuando todo empieza a acomodarse, la puerta del
departamento que hasta hace un minuto estaba lleno de sonido se cierra e
inaugura el silencio, no sin antes sonar exactamente igual que un pasadizo.
Fuente: Página 12
Facundo García
12-11-2006
http://www.escribirte.com.ar/destacados/3/borges/noticias/210/con-borges-conversamos-y-bebimos-hasta-el-amanecer.htm
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