Escándalos de la razón, seducciones de la paradoja
Por María Rosa Lojo
Si la literatura es una forma del conocimiento, en la obra
de Borges esta condición se da de manera peculiar y exacerbada. No sólo es
reconocido como uno de los más grandes prosistas de la lengua. También, para el
actual pensamiento de Occidente, la ficción borgeana constituye un verdadero
“laboratorio”, un semillero de temas y problemas planteados de manera original
y provocativa, que la filosofía retoma para sus propios desarrollos: en los
textos de Deleuze, Guattari, Foucault, Baudrillard, Derrida, entre otros,
Borges reaparece como pretexto e incitación permanente1; es el creativo
precursor del “pensamiento débil” (Vattimo), el profeta de la “crisis de los
grandes relatos” (Lyotard).
Cristina Bulacio demuestra en este libro por qué Borges, en
las antípodas de todo “sistema”, pertenece no obstante a la filosofía en un
sentido lato. No como un “constructor” sino –a la manera derrideana– como un
demoledor de certezas, un socavador de prejuicios, un pensador situado en los
límites de la mera racionalidad, que pone en evidencia, irreverente, sus
aporías y paradojas; que avanza en los vertiginosos territorios de la negación,
inestables y volátiles como la arena. Que exhibe, para nuestra inquietud mental
y nuestro deleite estético, los “escándalos”, en suma, de esa razón
insuficiente sobre cuyos escombros –y con ellos–, construye su espléndida
literatura. Si “escándalo”, como nos recuerda la autora, se remite,
etimológicamente, a skándalon: trampa u obstáculo donde alguien tropieza, los
“escándalos” borgeanos son el muro imprevisible que nos detiene para
enfrentarnos al asombro y la perplejidad. También son la trampa que se abre
como una caja mágica donde quedamos encerrados, sometidos a leyes ignotas o
indescifrables, ajenas a las regularidades que solemos atribuir a lo que
llamamos “mundo real”.
Así, el flujo del
tiempo puede suspenderse al arbitrio de un Dios que ignora las reglas del
pensamiento lógico, y viola las verdades de la razón, porque se halla por
encima de ellas (como en los cuentos “La otra muerte” o “El milagro secreto”).
El antiguo conflicto entre Dios concebido sobre todo como poder (judaísmo) y
Dios concebido como sabiduría (filosofía griega) estalla en esos relatos
sorprendentes que llevan hasta sus últimas consecuencias los principios y las disputas
teológicas y metafísicas.
Dentro de la propia ciencia emergen también conceptos
desconcertantes, como el de “infinito”: “el corruptor y el desatinador de todos
los otros” (“Avatares de la tortuga”), incomprensible, irrepresentable,
inimaginable. Aunque lo admita la matemática, la experiencia humana carece de
base efectiva para sustentarlo. Sin embargo, los cuentos de Borges fuerzan los
límites de esa humana experiencia y lo ponen en escena bajo formas inéditas.
Así, la Biblioteca
de Babel, “ilimitada y periódica”, o un prodigioso “Libro de Arena” que
contiene una serie infinita de páginas entre sus dos tapas y por lo tanto
podría incluir a la
Biblioteca de Babel infinitas veces. O el Aleph, apenas un
punto del espacio que abarca, empero, a todo el Universo en una impensable
simultaneidad, y también a sí mismo (propiedad ésta de los números transfinitos
de Cantor, cuya paradójica trasposición literaria se produce aquí). La idea del
objeto finito que abraza lo infinito, resurge en la rueda de “La escritura del
dios”, o en “El Zahir”, y –entiende
Bulacio– no es ajena en estas ficciones a la experiencia mística, por los
sentimientos que provoca en el contemplador, más propios de “una revelación
mística que de un descubrimiento matemático”.
Por otro lado, un cuento como “El jardín de los senderos que
se bifurcan” (1941) anticipa una famosa tesis doctoral: la de Hugh Everett, III
publicada en 1957, que se popularizó luego como La interpretación de los muchos
mundos. Cada instante contendría, realmente pero in nuce, una multiplicidad de
historias posibles, sólo una de las cuales sucederá en la línea temporal.
Borges se anticiparía aquí a la idea de un mundo en “fluctuación” donde nada
está rígidamente predeterminado. Para Prigogine, que cita a Borges (El fin de
las certidumbres) ha cambiado la concepción misma de la racionalidad; ya no
equivalen ciencia y certidumbre, probabilidad e ignorancia. La física cuántica
concibe al Universo como un sistema inestable –jardín de múltiples senderos
cuyas bifurcaciones no pueden predecirse de antemano–.
El concepto de identidad es uno de los que Borges ha
trabajado (y saboteado) con mayor exhaustividad y sutileza. Por una parte, a
través del juego con el leibniciano “principio de los indiscernibles”, por el
cual no pueden existir dos cosas absolutamente iguales: de ocurrir así una de
ellas sería superflua, y dejaría de existir. Sin declararlo, Borges apela a
este principio en su parábola del Palacio, según la cual, cuando el poeta
convocado a ese fin por el Emperador, logra dar cuenta del Palacio en todos sus
aspectos, éste se desvanece en la nada. Colocando en un mismo plano ontológico
la realidad del Palacio y la realidad del poema (cosa que trasgrede todas las
normas de la lógica racionalista), Borges apunta a la peligrosidad extrema de
la función utópica del arte: “encontrar la palabra del Universo”, si ésta
realmente se materializara. Si el arte fuera perfecto cumplimiento, en vez de
ser la “inminencia de una revelación que no se produce”, el Universo entero
correría el riesgo de desaparecer. Por otro lado, si nos referimos a la
identidad personal, no es un concepto menos problematizado e inestable: los
dobles pueblan sus cuentos, lo mismo que los sueños y los despertares, sin que
se pueda discernir cuál de estos estados corresponde, si tal cosa es posible, a
una identidad “verdadera”. Lo cierto, como dice Bulacio, es que “La existencia
individual no cuenta con fundamentos metafísicos que la garanticen, ni con la
certeza de la unicidad de una sustancia (...) Tampoco la conjetura de la
existencia de Dios otorga seguridad ni realidad a sus criaturas. (...) Si bien
puede existir un Ser supremo, de él poco o nada se sabe, es un Dios
desentendido de los avatares del mundo.
Nuestro ser pende de un hilo, pero ese hilo no tiene quien lo fije.”
“Buscamos la identidad siguiendo sus pasos [los de Borges] en las imágenes de
los sueños, en la contingencia y finitud del hombre, en la identidad, en la
palabra yo, en la memoria, o en uno de los términos de una disociación.
Finalmente, debemos aceptar que se nos escurre entre los dedos como un juego de
imágenes en múltiples espejos –también un laberinto– siempre presentes, pero
inalcanzables.”
Bulacio dedica la última parte de su trabajo precisamente a
la exploración del “laberinto” borgeano en sus múltiples formas. El laberinto
como símbolo (reiterada figura del imaginario colectivo), que tiene una de sus
más bellas expresiones en el cuento “La casa de Asterión”, donde Borges
resignifica memorablemente el antiguo mito. El laberinto como pensamiento, que
en Borges se manifiesta sobre todo en tanto red o rizoma: es el deambular de la
razón des-centrada que no logra arribar a una meta, a una conclusión (la
“verdad” eternamente diferida). El laberinto como realidad vivida, en la que
estamos sumergidos: el inextricable laberinto del tiempo, y la experiencia del
espacio como “desierto” (“Los dos reyes y los dos laberintos”) donde el sujeto
se dispersa y los objetos se diluyen en espejismos.
Se pregunta Cristina Bulacio si es lícito –a menudo se lo ha hecho– calificar a este
Borges que nos pone en el camino la piedra opaca de la razón, como un escéptico
irredimible, o un pensador decididamente antimetafísico. Se responde la autora,
con acierto, que oponerse a la metafísica dogmática y a la prédica de “verdades
absolutas” no es oponerse a la metafísica. Borges, que acepta el “núcleo duro”
de misterio de lo real, mantiene con él una relación “oblicua y clandestina,
poética y profunda”.
Pensador de ruptura, voz en la intemperie y en la frontera
que desacredita la soberbia de la razón, Borges no abjura del pensamiento
metafísico: lo reconoce en su valor creativo y en su carácter lúdico. Sabe
(como Nietzsche) que los sistemas filosóficos son respuestas a la angustia que
nos provoca la inaccesibilidad última de lo real. Y son, también, por ello,
como el arte, magníficas formas del juego y de la ilusión que se levantan, para
neutralizarlos, para intentar trascenderlos, en los límites del conocimiento.
Donde se cierra, como una trampa, el insoluble “escándalo de la razón”,
comienzan las seducciones de la paradoja. En ese trance abismal, en esa cárcel
hecha de vacío, Borges –desertor de las certidumbres– apela al poder
incantatorio de la belleza, erige sus tramas ficcionales como último refugio de
un pensar que se despliega –desobediente a escuelas, prejuicios y apriorismos–
en un ámbito supremo de libertad.
Con la misma libertad se ha meditado y escrito este profundo
estudio de Cristina Bulacio que refuta lugares comunes de la crítica y abre
nuevas perspectivas con un estilo propio que une al rigor metodológico la
diafanidad de pensamiento y la elegancia verbal. Sin duda la mayor cortesía
(hoy, por cierto, infrecuente) del intelecto.
1 Cfr. Alfonso y Fernando de Toro (editores), Jorge Luis
Borges: Pensamiento y saber en el siglo XX, Frankfurt-Madrid,
Iberoamericana-Vervuert, 1999, para una exposición de estas fecundas
relaciones.
Fuente : Editorial Victoria Ocampo
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