Is the
wisdom of humility: humility is endless.”
(La única ciencia que podemos pretender
es la de la humildad, que es infinita)
En el libro El Aleph[2], del escritor argentino Jorge Luis
Borges, encontramos un breve relato titulado “Los dos reyes y los dos
laberintos”. Este cuento que, tanto por su estructura compositiva como por la
sabiduría que detenta, es un ejemplo de “la grandeza de lo pequeño” ( como
dirían los chinos), cuenta la historia de un rey de las islas de Babilonia que,
valiéndose de arquitectos y magos, mandó construir un laberinto a todas luces
extraordinario. Que tal era así que la gente más prudente no se animaba a
entrar, y aquellos que se atrevieron, jamás pudieron salir de él. Que un día
visitó a este monarca un rey de los árabes y que aquél, para burlarse del
musulmán, no le advirtió de los peligros de su obra y lo invitó, sin más, a entrar en su laberinto. Que el árabe sólo
con la ayuda de Dios logró salir de él, y que, cuando estaba a punto de
regresar a su patria, le dijo al babilonio que él en Arabia tenía otro
laberinto y que, si Dios lo disponía, se lo haría conocer algún día. Que tiempo
después, el destino quiso que ambos
reinos entraran en guerra y que, de este conflicto, se erigiera victorioso el
hombre del desierto. Que el rey de los árabes, entonces, ató al babilonio a un
camello veloz y lo llevó a conocer su laberinto: el desierto. Que, una vez, allí
lo desató y abandonó, y que el hombre de las islas de Babilonia murió de hambre
y de sed.
Esta historia tiene por personajes protagonistas a dos
monarcas y la elección de su condición no es menor: le da el tono al sentido
profundo del texto porque, al igual que en la tragedia griega –en la que sus
personajes pertenecen al mundo de la realeza-, su mensaje nos está alertando
acerca de que si una calamidad le está aconteciendo al hombre más encumbrado
del reino, qué no le sucederá al más simple de los mortales.
En la obra la esfera de lo moral será central y por ello
esta dimensión, expresada a partir de distintos binomios temáticos que emergen
de la trama – libertad/prisión; ego/ sí mismo; lo artificial/ lo natural;
soberbia/humildad-, nos permite
conducir al objetivo del presente
trabajo, que se centrará en vincular este contenido con la décima sefiráh
(esfera) del Árbol de la vida cabalista, Máljut, la expresión de la humildad.
El Árbol de la
Vida cabalista es una metáfora y, a su vez, un sistema
metafísico tendiente a explicar cómo la Divinidad se manifiesta en todas las cosas y,
fundamentalmente, en el hombre. Esta representación consta de diez esferas, que
son la manifestación de distintas virtudes o atributos de Dios. En el camino
espiritual del ser humano –en su descenso y ascenso por el árbol- conquistar
cada esfera significa lograr un “grado de conciencia acrecentada”. Y en este
orden de ideas, para los cabalistas, el camino hacia la obtención de la iluminación –que nunca será total mientras el
ser humano permanezca en el estado de manifestación actual- implica dos
conceptos fundamentales: uno: la idea de que la conquista del Espíritu es “un
trabajo”; otro: la idea de que el camino hacia la unidad es “gradual”. Podemos
decir que aprehender una esfera, conquistarla,
nos cambia el “punto de vista”. Y, para que el lector se dé una idea de
lo que estamos exponiendo, podemos emparentar esta conquista (con todas las
diferencias que puede haber entre una concepción y otra) con el concepto de
“satori” japonés[3].
En la imagen “cristalizada” del Árbol de la Vida cabalista, Máljut es la
décima y última sefiráh y se ubica en la
parte inferior del árbol: su raíz y su
nacimiento. El maestro Ione Zalay explica:
“Esta sefiráh es la
última expresión del Árbol de la vida. Es el poder final de expresión de un ser
humano y de la Creación.
Es autoexpresión. Es la obra de arte final.” (...) “Máljut es
llamada ‘realidad’.La realidad es aquello que el místico necesita completar: de
nada sirve tener desarrolladas ideas muy elevadas si uno no desciende a la
realidad” (...) “Cuando uno desciende desde Kéter, desde la corona, hasta
Máljut, el reino, esta realidad se torna real, o sea que es verdaderamente
iluminada y coronada...” (...) “Máljut, que es la humildad, o sea que el último
paso para verdaderamente llegar a la expresión final del espíritu, estar
completos y acceder así a la libertad espiritual, es la humildad”.[4]
Comenzamos el
análisis del texto de Borges refrendando, desde el lenguaje, las palabras de
Ione Szalay citadas arriba, a saber: que existe una estrecha relación –por
participar de la misma raíz latina- entre las palabras humus: tierra, humanus:
humano, humilis: humilde y homo: hombre.[5] Y a esta vinculación lexical
podemos formularle las siguientes apreciaciones: Primero: que poseemos una
doble naturaleza: estamos hechos de polvo y hálito divino. La Santa Biblia nos
dice: “Formó, pues, Jehová dios al hombre del polvo de la tierra, y alentó en
su nariz soplo de vida; y fue el hombre en alma viviente” (Génesis 2:7)[6].
Segundo: que la humildad se logra cuando uno se compara con el universo y,
además, comprende que es único e irrepetible y, por ende (y parafraseando
palabras de Ione Szalay) posee un destino personal que sólo uno puede cumplir.
Don Juan Manuel nos ilustra al respecto: “Entre muchas cosas estrañas et
marabillosas que nuestro Señor Dios fizo, tobo por bien de fazer una muy
marabillosa; ésta es: de quantos (omnes) en el mundo son, no á uno que semeje a
otro en cara” (…) Todos los que quieren et desean servir a Dios, todos quieren
una cosa, pero no lo sirven todos en una manera, que unos le sirven en una
manera et otros en otra”.[7] Tercero:
que si somos seres humanos, es decir, “criaturas de Dios”, nos es dado buscar
la impecabilidad pero no ser dioses. La inscripción en la puerta del templo de
Apolo, en la ciudad de Delfos, “Conócete a ti mismo”, es, entonces, la
enseñanza sobre la que tenemos que reflexionar. Por lo demás, las palabras del
“Borges narrador” son categóricas:
“Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la
maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres”.
Vayamos a la trama
del texto. El babilonio ha mandado construir un laberinto decididamente deslumbrante,
pero esa obra – que es un “artificio”, es decir, un “hecho de arte”- por más
maravillosa que sea, no deja de ser una “creación humana”. El hombre de las
islas se ufana por tal logro y se cree un dios. Él piensa que el cenit de la inteligencia es la razón
–cuyo órgano es el cerebro-, un conocimiento de tipo “mediato”[8] y desestima
la idea de que el verdadero saber es la “intuición intelectual” –cuya sede es
el corazón-, un conocimiento “inmediato” y, por ende, la única vía que nos
permite mantener una comunicación directa con la Divinidad[9]. Por ello,
cuando el hombre de las islas de Babilonia se topa con la perpleja arena del
desierto (que es un laberinto “natural”, es decir, una “creación de Dios”) y,
además, sin fe, el conocimiento científico, del que tanto se vanagloria, no le
alcanza para resolver el problema.
Hasta aquí hemos hecho mención a las perplejidades, tanto en
uno como en otro caso, de laberintos exteriores. Pero en un sentido profundo,
nadie desconoce que el laberinto es una metáfora de la “interioridad”, una
creación que nos servirá para sortear los distintos obstáculos y alcanzar la
puerta o para perdernos. Y en este sentido nos preguntamos: ¿A qué está atado
el babilonio? ¿Cuál es su cárcel, su laberinto? : su ego.
Donde hay “ego”, donde hay demasiada “personalidad”, no puede haber Amor, no puede haber Dios
porque uno se ha convertido en el principio y fin de sí mismo. Ha cerrado la
puerta. En consonancia con esta idea se encuentra el significado de la palabra
“kabaláh”:
“…el vocablo ‘Kabaláh’ significa literalmente ‘recepción’;
su estudio prepara al hombre para recibir todos los grados y planos de la vida
como una realidad única” (…) “La verdadera construcción en la cual debemos
invertir nuestros esfuerzos en la construcción interior. Hasta que el hombre no
sea íntegro en su interior, nada de lo que haga perdurará”[10]
No se trata de
desvalorizar las obras de los hombres –como en este caso la del babilonio- sino
de alertar sobre el peligro de la “vanidad”, que convierte al ser humano en un
hombre fragmentado, es decir, que no se considera parte de un todo, de un mismo
organismo. Se trata de comprender que uno debe tocar “su partitura” en la
sinfonía total. Esta idea la expresa, acabadamente, J.R.R Tolkien en su
Silmarilion.
Se trata, también, de
enfatizar sobre lo ilusiorio del ego. Vivimos en una época “egotista”, en la
cual primero estoy yo y después el bien común. Cuidamos, protegemos y
engordamos aquello que llamamos “ego” y que, irónicamente, es una ilusión,
además de ser efímero. Sidharta Gautama dice:
“Para alcanzar la verdad es indispensable reconocer lo
ilusorio de la personalidad”[11]
Se trata, en
definitiva, de materializar en nuestro ser lo que Buda o Cristo han logrado:
trascenderse, pasar del “ego” al “sí mismo”.
En relación con el carácter efímero de las cosas humanas el
texto de Borges es explícito. Dice que el árabe “juntó sus capitanes y sus
alcaldes y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que
derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey”. Luego el
narrador nos dirá que el babilonio será atado y subido a un camello veloz y
llevado al medio del desierto.
Nos detenemos en
esta imagen porque es la contrapartida de la de Cristo, montado en un asno,
entrando a la ciudad de Jerusalén, escena que representa el “triunfo sobre las
fuerzas maléficas”[12]. Aquí sucede, exactamente lo contrario. Y si bien no
desconocemos que es el árabe, en última instancia, quien “conduce”, el
simbolismo de la “atadura” a un animal
que lo va llevando es lo que importa. ¿A qué está atado el babilonio,
incluso después de descender de la bestia que lo ha trasladado? Pues a
distintas cosas: en primer lugar: a la “ley de la causa y del efecto” (Recordar
que él, en su reino, quiso perder al árabe cuando lo hizo ingresar a su obra.
No lo asistió y no le importó que muriese. Esto no aconteció porque el hombre
del desierto era una persona de fe y Dios lo auxilió.). En segundo lugar: a su
ego. Y en tercer lugar: a sus propios miedos.
Pero todo esto no
deja de ser una abstracción hasta tanto el hombre no se pulse con Máljut, con
la “realidad”. Y, entonces, lo que parece ser una simple venganza adquiere una
dimensión superior: el árabe no lo sacrifica, simplemente lo desata y lo abandona
enfrentándolo con la “Obra de Dios”, un
laberinto que no tiene escaleras ni muros ni pasadizos ni galerías que
recorrer.
Comenzamos este
trabajo diciendo que el Árbol de la
Vida cabalista es “un
mapa para la liberación del hombre” y, también, en palabras de Ione Szalay, que
la sefiráh Máljut, la realidad, es el lugar en donde el hombre debe “coronar el
reino”, enfrentarse consigo mismo. Y ésta, que es la “madre de todas las
batallas”, se juega tanto en lo interior como en lo exterior porque lo
invisible se hace visible.
¿Cómo se sale del
laberinto? Pues como han dicho, de distintas maneras, los grandes maestros
espirituales que ha tenido la humanidad: “por arriba”. Ralph Metzner nos explica:
“El laberinto es un
símbolo particularmente apto para la mente condicionada, vinculada a la
ansiedad y a la defensa. En un laberinto, al igual que en esta clase de
pensamiento, no podemos ver a dónde vamos; discurrimos por callejones sin
salida, hacia atrás, hacia los lados, y en círculo, normalmente sin saberlo;
tenemos que volvernos atrás, volver sobre nuestros pasos, analizar, suponer,
examinar, proyectar, y cosas por el estilo…, y aun así es posible que nunca
encontremos la salida.” (…) “‘Volando hacia las alturas’ es una metáfora
ascendente, análoga a subir a un árbol o una montaña. Simboliza la libertad de
elevarse a dimensiones más altas de conciencia, a los mundos espirituales
superiores, donde alcanzamos una perspectiva trascendente de los patrones de
nuestro destino.”[13]
El hombre se mira en un espejo y éste le devuelve una imagen
que lo desconcierta.
Entonces, pregunta:
- ¿Quién soy?
- La máscara-
responde el espejo.
- ¿Y qué hay
detrás de ella?
- Cuando
comprendas que hombre, tierra y humildad son una misma palabra, lo sabrás.
[1] Eliot, T.S. “East Coker” en Cuatro Cuartetos, Buenos
Aires, Ediciones del 80, 1981, pág.42.
[2] Borges, Jorge Luis. “Los dos reyes y los dos
laberintos”, El aleph (1949) en Obras Completas Tomo 1 ( 1923-1949), Buenos
Aires, Emecé, 1990.
[3] Suzuki, D.T. “Capitulo VII: Satori o adquisicón de un
nuevo punto de vista” en Introducción al Budismo Zen, Buenos Aires, Editorial
Kier S.A., 2003: “La adquisición de este nuevo punto de vista del Zen se llama
satori ( wu en chino) y su forma verbal es satoru. Sin él no hay Zen, pues la
vida del Zen empieza con la “apertura del satori”. El satori pude definirse
como introspección intuitiva, en contraposición al entendimiento intelectual y
lógico. Cualquiera sea la definición, el satori significa el desenvolvimiento
de un nuevo mundo hasta aquí impercibido dentro de la confusión de una mente
dualista.”
[4] Szalay, Ione. “Capítulo 15: Máljut” en Kabaláh y Árbol
de la Vida, el
mapa de la liberación, Buenos Aires, Ed.Kier, 2004.
[5] Corominas, Joan. Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana.
Madrid, Editorial Gredos S.A., 1998. : “humano: fin S.XII. del lat. humanus
‘relativo al hombre, humano’ (relacionado con el lat. humus ‘tierra’ y sólo
desde más lejos con homo ‘hombre)…”, pág.327. “humilde: h.1400 Alteración del
antiguo humil, 1220-50, tom. del lat. humilis íd (que a su vez deriva de humus
‘suelo, tierra’)…”pág.328.
[6] Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento. Antigua
versión de Casiodoro de Reina (1569) revisada por Cipriano de Valera (1602) y
cotejada posteriormente con diversas traducciones, y con los textos hebreo y
griego, Ed. Sociedades Bíblicas Unidas, 1957.
[7] Don Juan Manuel.
“Prólogo” en El Conde Lucanor, Barcelona, Editorial Planeta, 1990, pág.6.
[8] Guénon, René. “Corazón y cerebro” en Símbolos
fundamentales de la
Ciencia Sagrada, Bs.As. , Eudeba, 1969.
[9] Aclaramos, que no desestimamos el saber proveniente de
la razón, más bien lo valoramos y mucho, porque entendemos que la Ciencia y la Religión son dos caras de
una misma moneda y que ambas deben trabajar juntas por el bien de la humanidad.
Sólo pretendemos precisar el alcance que uno y otro saber tienen en su dominio
específico.
[10] Szalay, Ione. Kabaláh, Diccionario. Traducción,
interpretación y comentarios sobre los principales términos. Buenos Aires,
Editorial Kier S.A., 2006, pág.124.
[11] Sidharta Gautama. La Sabiduría de Buda.
Buenos Aires, Longseller, 2001, pág.28.
[12] Guénon, René. “Sobre la significación de las fiestas
carnavalescas” en Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada.
Buenos Aires, Eudeba, 1969.
[13] Metzner, Ralph. “De la cautividad a la liberación” en
Las grandes metáforas de la tradición sagrada. Barcelona, Editorial Kairós,
2006. pág.85.
Fuente : Revista Portal INEN
Luis Maggiori, - Buenos Aires, La Plata, Argentina
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