La influencia que Borges ha ido teniendo
sobre Borges parece insuperable. ¿Estará destinado,
de ahora en adelante, a plagiarse a sí mismo?
–Ernesto Sabato, Uno y el universo (1945)
Como un Homero redivivo, Jorge Luis Borges (1899-1986) fue
famosamente paseado por el mundo del brazo de instituciones y personalidades
tras compartir con Samuel Beckett en 1961 el Formentor, premio que inició su
canonización internacional. Transfigurado el fenómeno en fiebre planetaria, no
hubo rincón ni público que rechazase ser inoculado por su presencia mítica. Y
así, del mucho visitar y del aún más endiosar, el escritor fue convertido en
Ciudad Santa ambulante, de manera que el anfitrión ya no era visitado por
Borges, sino que el anfitrión peregrinaba a Borges.
El año académico 1967-1968 la Universidad de Harvard
estuvo en Borges para escuchar el ciclo de seis conferencias This Craft of
Verse, traducido al español como Arte poética. (¿Acaso quiso el traductor
homenajear al Borges de otro siglo, Francisco de Borges de Sousa, quien en 1765
imprimió en Lisboa una obra con título semejante?) Descubiertas las cintas del
ciclo en 2005 en la babélica biblioteca universitaria, que custodia uno de los
fondos más vastos del planeta, This Craft of Verse es una exacta introducción
al escritor y su exclusivo universo de letras, gobernado por la ley borgesiana
de la gravedad literaria.
En 1967, la ceguera de Borges, por poco absoluta, competía
en fama con la de Homero y John Milton. Apenas distinguía (afirmaba) sombras
teñidas de amarillo. Casi ciego, pues, sin la ayuda de notas, frente a una
audiencia transformada en una nebulosa amarillenta, Borges conferenció seis
tardes en inglés victoriano con deje bonaerense; siempre durante más de media
hora y acentuando su discurso con citas en latín clásico, nórdico antiguo,
castellano renacentista y contemporáneo, alemán tardomedieval y decimonónico e
inglés de los tiempos de Chaucer y Shakespeare. Citas que aún hoy nos
biblio-transportan en un crucero oral por el planeta de la historia de la
literatura: desde el lejano oriente de Zhuangzi al cercano Massachusetts de
Emerson y Frost; desde la
Antigüedad clásica pre-homérica al siglo XX de Conrad.
Espoleada por su ceguera, la memoria oral de Borges en 1967
había adquirido dimensiones sobrehumanas, más propias de la ficción. Como su
ínclito personaje, Funes el memorioso, Borges regurgita, sin aparentes
titubeos, las seis conferencias rumiadas pacientemente por su memoria;
pareciendo incluso que interrupciones como las risas y espiraciones de asombro
entre el público estaban de antemano anotadas en su guión mental.
Muy inválido el Borges físico frente a rutinas cotidianas,
desde el aseo hasta el paseo; en cambio, el capaz Borges letrado rememora, como
testigo presencial, anécdotas de cuando la literatura era huérfana de autores y
enumera, como forjando una perpetua cadena, los nombres del traductor del
traductor del traductor de Las mil y una noches. Y así avanzan las
conferencias, entremezclándose la realidad de hombres y mujeres progenitores de
literatura con la ficción de las letras. La frontera entre ambas desdibujándose
silenciosamente, mientras Borges se aleja suavemente de la audiencia como ser físico
mediante expresiones de humildad socrática: “sólo puedo ofrecerles dudas”, “por
supuesto, esta teoría no es mía”, “soy un pensador muy tímido”, “cuando
escribo….a menudo descubro que simplemente cito algo que leí hace tiempo”,
“espero que puedan perdonarme”. Reducido sólo a voz, estaríamos ante una suerte
de espíritu hegeliano de la literatura (que no de la historia). No se trata de
un accidente. La posesión literaria fue un pasatiempo predilecto del escritor.
José Donoso cuenta que al visitar a una médium en la década de 1950, Borges
comenzó de pronto a recitar estrofas de Martin Fierro como poseído por el
espíritu de su autor, José Hernández.
En Harvard, el Borges poseído conferenció sobre autores y
personajes como si fuesen vecinos de alquiler en la misma realidad; la realidad
horizontal y paralela arada por las líneas de los libros que leyó y, tras
quedarse ciego, escuchó. Pese a nacer casi veinte años después de su muerte, el
escritor Carlyle le invitó a aprender alemán. El Quijote era su íntimo amigo.
Vecinos son también el lector y el escritor. El primero (afirma) es un ente tan
imaginario como el personaje, uno más de los seres que pueblan el laberinto
literario. El escritor es otro personaje. Borges se sabía uno. Su propia
identidad literaria era un acto de ficción: “El poeta cuyos trabajos nunca leo,
pero el poeta cuyos trabajos tengo que escribir.” Si creía que la frontera
entre ficción y realidad era una real ficción, ¿sería porque juzgaba inútil su
distinción, al tratarse de una separación artificial instituida en el siglo
XVIII y que vino a reemplazar a la más antigua distinción entre arte y
realidad? Acaso una respuesta más directa esté relacionada con el principio que
para Borges gobierna la naturaleza del escritor: “ser leal a mi imaginación”.
Esa fidelidad no pasaba necesariamente por estar anclada en hechos
cognoscibles; la esfera que coordina la lógica de la coherencia literaria es
distinta, una fe. Borges pontifica: “Yo creo” en lo que escribo.
Ante la audiencia amarillenta de peregrinos y siendo hablado
por el espíritu de la literatura, Borges predica que la poesía versa sobre la
belleza. Desde la
Antigüedad, ella ha sido su cometido. Y sin embargo (aclara)
los poetas han innovado poco, incluso en el siglo XX o (como Borges me corregiría)
a pesar del siglo XX. El arte poética se reduce a un stock de metáforas y a los
patrones de significado que genera su combinación. El paso del tiempo, la vida
como sueño, la comparación entre ojos y estrellas, la guerra y el fuego, morir
y dormir… han tejido una tupida red que se perpetúa desde la madrugada de la
literatura china hasta el atardecer de Borges, pasando por el mediodía del
mundo clásico.
Afectado por la calentura estructuralista de los años
sesenta encabezada por Lévi-Strauss, Borges defiende que la combinación del
reducido stock de metáforas y patrones ha producido variaciones infinitas, que
los escritores aún exploran. La épica es el mejor ejemplo. Si como sentenció
Whitehead, la tradición filosófica europea consiste en una serie de notas al
pie de la obra de Platón, Borges promulga que toda literatura se condensa en
rearticulaciones de la épica (por ejemplo, la novela, que – confiesa – es una
degeneración de la épica, o el mismísimo cine de Hollywood). Porque (explica)
antes del origen de la escritura existían pocos patrones. Sólo a fines del
siglo XVIII y comienzos del XIX, los hombres comenzaron a inventar historias.
El crucero oral de la audiencia peregrina llega a puerto con
la última conferencia: Borges sobre Borges. Entonces uno parece poder
desentrañar la clave espiritual del ciclo. Para absorber todo el poder de su
memoria, Funes se recluyó en la semioscuridad, como un ciego de facto, y forzó
su invalidez corporal para moverse lo mínimo. Paradójicamente (o quizás ya no
tanto), Borges para exhibir su erudición literaria por el planeta, para ser
peregrinado como ambulante Ciudad Santa de la literatura, debió quedarse ciego
ante la realidad visual y desentenderse de su cuerpo. Del parto fruto de la
unión entre la pérdida de la corporalidad y la ceguera implacable nació el
épico, sexto sentido borgesiano: la literatura memoriosa.
Fuente : Trumanfactor
Álvaro Santana Acuña
02/02/2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario