Carlos Surghi
Tal vez la ficción mas antigua de la literatura sea aquella
que indaga los rostros detrás del rostro, los tonos diversos detrás de la voz
imprecisa, la común experiencia de todos los hombres en todos los días y la
experiencia única e irrepetible que puede nombrarse como Áyax, Funes, el divino
Héctor, Shakespeare, Homero o alguien que se llamó Borges.
¿Se trata entonces de un símbolo, un mensaje cifrado, el
testimonio del que no alcanza a dar cuenta el lenguaje, el poder de lo
imaginario como forma posible para hacer que vida y literatura sean una misma
cosa en un solo instante: ese objeto que se nombra como volumen, texto, obra; o
en verdad el autor es la dicción que pronuncian sus personajes y las acciones
de estos lo que no pudo ser vivido por sus autores y entonces estamos más allá
de la literatura y próximos a una revelación íntima? Como podemos apreciar, en
aquella antigua ficción sin nombre ni autoría, se trata de ver –en las
relaciones entre eso que conocemos como el autor y su obra– no un problema crítico
sino más bien una posibilidad estética, un crecimiento de la ficción, una
posibilidad del artificio que se teje como una telaraña atrapando los nombres
de Homero y Borges hasta entregarnos tal vez una simple fábula.
¿Cuándo comienza entonces la historia de la importancia de
la autoría que a fin de cuentas sería el principio de la relación entre
literatura y cultura, filología interpretativa y escritura deconstructiva? Si
tenemos en cuenta la importancia de nociones como genio, espíritu, sentimiento
de época –abstracciones de fines del siglo XVIII que el Romanticismo terminó de
consolidar– y su aspecto desencantado para nuestro pasado siglo XX, podemos
apreciar que la literatura o lo literario se remite exclusivamente a los
aspectos aparentemente observables, como si en el cuerpo de la letra descansara
o se ocultara el fantasma de la voz y no su rostro. La reducción de los
estudios críticos que parecerían ser una especie de puesta al día de la
filología clásica, parecen proponer una noción de texto que para nada contempla esa especie de
valor irreducible que hace de lo literario una tradición; su realización,
atendiendo a las décadas del variable juicio crítico, responde a motivaciones
intimistas de la subjetividad, a acercamientos intencionados de una especie de
lector demiurgo, o a fuerzas simbólicas que se disputan el centro de un campo
imaginario de representaciones sociales, antropológicas o políticas. En
resumidas palabras, todo es un juego de fuerzas, un instante que responde a
telúricas condiciones de producción o insospechadas demandas de la
intencionalidad enunciativa.
Así en tanto que lo literario no está allí, pues todo ese
complejo sistema de conceptos autoreferenciales sólo explica el después de la
experiencia que llamamos literatura, parecería que para el valor de lo
literario –su posibilidad de ser– solo se radica en la perseverancia de la
lectura solitaria, distante y silenciosa. Sin embargo, si pensamos el valor
literario que la autoría no ha perdido en tanto que posibilidad imaginaria, ¿es
un despropósito construir justamente la modernidad de la literatura apelando a
la tradición clásica, al eufemismo decimonónico en el terreno impresionista del
ensayo o a la reescritura de coordenadas, contraseñas y afinidades
interpretativas que participan de nociones tan contradictorias como genio,
autor, filología, escritura, texto, obra o lectura inmanente?
Parecería entonces que la idea de versión, que deberíamos
entenderla como el conjunto de todos los textos que se cotejan sobre una misma
experiencia, al ser una práctica menor, o aun más, al ser vista como un
propósito didáctico de veneración, en realidad termina siendo la cara visible
de un término mayor que engloba la posibilidad de la literatura en tanto que
ésta es un poder. Nos referimos a la idea de poética –como práctica consiente o
como ejercicio azaroso del ensueño– en su más amplio significado, es decir como
una forma y una estructura en la expresión sensible; pero también, como una
abierta intencionalidad que determina lo imitable en cuanto a una tradición que
se sostiene en el tiempo, como así también lo innovador que vuelve a leer esa
tradición para perpetuarla construyendo sus futuras versiones.
Más allá de las idas
y vueltas de la historia de la estética o los caprichos del gusto, resulta
imposible pensar la literatura sin esa pausa prolongada que es la reflexión
sobre los predecesores y sus precursores. En cada uno de ellos hay una versión
a corroborar, refutar o discutir. Pero en muchos otros casos, las versiones de
una poética, son parte íntegra de la obra; los juicios que aportan, las
representaciones que persiguen, son en realidad lo que impulsa la ficción, lo
que determina el tono, la elevación y hasta la gracia de la escritura futura
que es una apuesta por la corrección. Como vemos, la anterioridad de la
lectura, no es gratuita, los ejemplos sobran para entender que el reverso de lo
escrito se acomoda o se distancia de ello sólo en tanto logra conformar un
reflejo de quien atiende e indaga en ese momento y en ese espacio original que
es el comienzo de toda práctica literaria.
Un primer Borges ensayista que tal vez buscó más la polémica
apresurada que otra cosa, ya destacaba por sobre todo esa necesidad de los
argumentos válidos en la opinión fundada y la observación hábil e inteligente
que busca construir una tradición acorde al tamaño de la propia esperanza.
Configurada por el deseo de la melancolía constante, en una especie de
adaptación más que nada fervorosa de cierta mitología por primera vez pensada
para el futuro, pero con una deuda con el pasado, entre ejercicios de
metafísica adaptados no sólo para destacar su rigor de belleza sino también
para impresionar a la pereza de la lectura nacional; el pensamiento de Borges
sobre su propia obra –la que está gestando, la que está por venir y hasta me
arriesgaría a decir la que va a ser mal leída tanto como por demás festejada–
se inicia en el primer autor que, al mismo tiempo, es el último; aquel que en
un solo movimiento fija de una vez y para siempre el ritmo del carácter épico y
dramático, y hasta la discusión sobre su existencia que no es ni más ni menos
que una discusión sobre la genialidad romántica en tanto que rigor compositivo
del más acabado sentimiento clásico; pero, por sobre todo, que entrega a
occidente la más acabada forma de la experiencia humana en el imaginario que
luego será una apropiación borgeana: el culto del valor en unos hombres que se
entregan a la guerra y la desdicha del exilio de quien una vez fue nadie, como
lo desea su autor.
En 1932 Borges publica “Las versiones homéricas” en un
volumen de ensayos titulado Discusión que parece ser una apresurada corrección
de sus primeros y siempre olvidados capricho nacionalistas. [1] En otros
ensayos se puede ver el carácter misceláneo del libro: desde los temas nacionales
como la tradición en la literatura argentina o la particularidad de la poesía
gauchesca, hasta ejercicios de extrañeza en los que se aprecia la credulidad de
la duración del infierno, el sentido mitológico y herético de dioses fabulosos
que son excusas para tramar ideas sobre las sorpresas que depara la lectura,
sin olvidar los queridos autores en lengua inglesa como así también un ajuste
de cuentas a Flaubert y esa forma que Borges jamás se permitirá: la novela
moderna. En cada uno de ellos –más allá de cierta prisa, ingenuidad y hasta un
abuso por demás de la arbitrariedad– hay una clara voluntad de definir entorno
a qué y por quién escribe Borges.
Para el autor de El aleph ciertos problemas de la
literatura, que pueden importar o no a la moda, o que pueden suscitar polémica
o desinterés, derivan de otro que parecería ser el más anacrónico: la
importancia del autor. Para Borges, Homero es el inicio y la solución de ese
problema ya que en un mismo nombre se encuentran la certeza de la tradición y la
inestabilidad sensible de la modernidad, la experiencia y el lenguaje, lo
divino y lo patético, el escepticismo y el nihilismo exacerbados. Homero en una
primera instancia es una serie de circunstancias problemáticas, las cuales,
tienen que ver no sólo con su existencia como literatura, sino también con sus
traducciones, las discusiones que estas generan y lo que en ellas se ha leído
que podrían llegar a entenderse como versiones de una descendencia homérica que
lo contamina todo. El Homero que cada siglo ha construido es lo que preocupa o
divierte a Borges, que sin decirlo, ve en sus resultados adversos o diversos,
un ejercicio de vanidad de esa otra forma de apropiación de una tradición que
es toda traducción. De ahí que en un primer momento Homero sea para Borges las
versiones que otros escritores han hecho de él: “¿Qué son las muchas versiones
de la Ilíada
de Chapman a Magnien sino diversas perspectivas de un hecho móvil, sino un
largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis?” [2] Sin embargo en este
caso quienes homologan la traducción a una forma universal de la infamia o la
estafa, son desestimados por Borges; para él, el texto definitivo pertenecería
a “la religión o el cansancio”. Y no es éste un dato menor, pues con él
parecería ser que se enmienda una tardía superstición que ahora se equipara al
aceptable imperativo que se formula como la obligatoria relectura de los
clásicos.
¿Existiría entonces una lengua universal, que estaría mas
allá de las traducciones pero que sólo a través de ellas se podría evidenciar,
cuyo tema y culto serían las versiones en torno al énfasis puesto sobre lo que
el mundo en su totalidad le deparó a Homero como autor y como literatura, como
nombre y como ausencia? Evidentemente, esa lengua podría ser Homero. La respuesta
borgeana para nada se hace esperar: “El Quijote, debido a mi ejercicio
congénito del español, es un monumento uniforme, sin otras variaciones que las
deparadas por el editor, el encuadernador y el cajista; la Odisea, gracias a mi
oportuno desconocimiento del griego, es una librería internacional de obras en
prosa y verso…” (1998; 131) A riesgo de cierta sorpresa, la devoción de Borges
construye en este ensayo no sólo una elusiva vindicación de los clásicos, sino
también una especie de texto fundamental –la Ilíada y la Odisea como una materia uniforme y diversa– en el
cual las leyes de la autoría y las leyes de la lectura conviven armónicamente.
Casi tan extensa como el mar, la totalidad de versiones homéricas en lengua
inglesa no son para nada un objeto “principalmente imputable a la evolución del
inglés o a la mera longitud del original o a los desvíos o diversa capacidad de
los traductores, sino a esta circunstancia, que debe ser privativa de Homero:
la dificultad categórica de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece
al lenguaje. A esa dificultad feliz debemos la posibilidad de tantas versiones,
todas sinceras, genuinas y divergentes.” (1998; 132)
En el exceso de estas afirmaciones, en la rapidez con que la
inteligencia de Borges sitúa la discusión y en la deliberada voluntad para
negar las limitaciones bajo la forma de la gracia y la ironía, está presente el
perfil imposible de separar de quien admira profundamente hasta el plagio con
el que se profana la gloria de otros. ¿Acaso esta discusión sobre la veracidad,
siempre falible de las versiones homéricas, no oculta lo que verdaderamente
importa a Borges más allá de todo tecnicismo en la corrección de los matices de
la lengua? Homero –y el sentimiento de lo clásico– no es entonces la lengua de un
momento de la historia; para Borges, Homero es cierta posibilidad imaginaria
que atraviesa la historia sin una forma que lo reduzca a los límites de una
lengua. Desestimando a Pope y a Gourmont sobre la discusión alrededor de los
epítetos como formas fijas –que Borges llamará proposiciones obligatorias,
modestos sonidos–, podemos ver cómo se afirma esa admiración que no teme ver en
el vate griego un idioma inmediato, inseparable de la experiencia y sobre todo
por encima del manejo del artificio: “El rapsoda sabía que lo correcto era
adjetivar divino Patroclo. En caso alguno, habría un propósito estético. Doy
sin entusiasmo estas conjeturas; lo único cierto es la imposibilidad de apartar
lo que pertenece al escritor de lo que pertenece al lenguaje.” (1998; 133)
En el extenso análisis de las diversas traducciones de un
pasaje de la Odisea,
Borges concluye adelantándonos que, como la memoria de Shakespeare, la de
Homero, será imposible de recuperar para los hombres que hayan elegido el
camino de las letras y vayan así tras ella; la fidelidad a un nombre es el
último atributo de la literatura y más que ella parecería importar el
sentimiento que en esas páginas se demora como la eternidad. Ese sentimiento es
ni más ni menos “el sentimiento general de que Homero ya había agotado la
poesía o, en todo caso, había descubierto la forma cabal de la poesía, el poema
heroico.” [3] Pero esta última cita, que rescata la forma épica en Homero, es
un argumento residual en otro ensayo borgeano: “Flaubert y su destino ejemplar”;
¿qué es entonces lo que une a uno y otro autor?, para Borges el deseo de
Laotsé: “vivir secretamente y no tener nombre.” La negativa de Flaubert a estar
en sus libros, su deseo de permanencia invisible casi como una divinidad; pero
también su obra que es al fin y al cabo el mismo Flaubert aplicado a su
trabajosa elaboración, permiten pensar en la necesidad de ser el primer autor,
el primer hombre, tanto aquel que inventa lo heroico como forma, como aquel
otro que se deja vivir por una intención deliberada: ser “el hombre de letras
como sacerdote, como asceta y casi como mártir.” (1998; 182). [4] Tanto Homero
como Flaubert para Borges –más allá de las mediaciones de los periodos, las
épocas y las estéticas– parecen
conformar el autor ideal para sus ficciones; ya que en uno encuentra el
valor, el coraje, la nostalgia de un tiempo en que nada importa salvo el
arrojo; y en el otro, la perfección de la entrega a las letras, la supresión de
la personalidad en tanto que hay una imposibilidad para prescindir de ella. Con
el mismo recelo con que Flaubert condenó la modernidad como una pesadilla del
mal gusto y la torpeza, Borges entenderá la nostalgia que sólo llega con el
manejo del idioma, el motivo justo, la palabra laboriosa; pero al mismo tiempo,
como Homero construye esas impresiones duraderas que hasta hoy sobreviven bajo
el nombre de Aquiles y Héctor presurosos por dar batalla, el autor de
Ficciones, se dejará ganar por ese instante en el que la expresión no renuncia
a la forma de lo clásico aun cuando se desee ser el autor más moderno.
En la confrontación de ideas, en sus búsquedas de argumentos
congregando dos autores disímiles, distantes, pero efectivos por su poder de
artificio, en Discusión se propone la lectura no sólo de los gustos literarios
de Borges sino también de los fundamentos formales sobre los que descansa su
obra como objeto estético. A la disputa del registro en la narración
corresponde la siguiente afirmación: “El clásico no desconfía del lenguaje,
cree en la suficiente virtud de cada uno de sus signos.” En tanto que a la
relación entre invención y lectura, ficción y recepción, la siguiente serie de
argumentos: “El autor nos propone un juego de símbolos, organizados
rigurosamente sin dudas, pero cuya animación eventual queda a cargo nuestro. No
es realmente expresivo: se limita a registrar una realidad, no a representarla
[…] Dicho con mejor precisión: no escribe los primeros contactos de la
realidad, sino su elaboración final en conceptos.” La intención en estos
pasajes es arribar a la síntesis de una estética sumamente particular que se
sustrae a la historia, las particularidades y los eventuales momentos en los
cuales se vuelve concreta y apreciable en ejemplos: “Para el concepto clásico,
la pluralidad de los hombres y de los tiempos es accesoria, la literatura es
siempre una sola.” [5] Así las opiniones de Borges podrían resumirse a dos
consideraciones generales; por un lado la inmanencia de lo literario como
acontecimiento del lenguaje; pero por otro lado también la posibilidad en ello
de una ascendencia mayor al encontrar un autor que es ese idioma hablado por
los años, los recursos, los temas que en su reiteración hacen al curso de la
variación en diversas versiones. Qué autor más clásico entonces que el moderno
Flaubert, o qué literatura más actual que aquella que gira entorno a la figura
de Homero como el origen de todos los autores.
Pero estas opiniones vertidas por Borges pueden llevar
fácilmente a confusión. Hay algo previo y posterior al sentimiento del
lenguaje, hay una soledad esencial compartida por el hombre y su experiencia,
el autor y la lengua que le toca en suerte, que no debe ser excluida de lo
literario. Esa sensación de ser el primer hombre en el mundo, cara a toda la
metafísica borgeana casi desde sus primeros libros de versos, es en definitiva
lo que este conjunto de ensayos pretende defender, resolver y avalar o
fundamentar en el momento en que se origina la literatura en esas dos obras que
son una misma materia: la partida para la pronta guerra y el regreso del
ansiado exilio. Porque entre el universo de la letra y la sensación de cercanía
con el mundo, la escritura borgeana se entrecruza también con lo que el poeta
Yves Bonnefoy denomina como trascendencia. En una conferencia dictada tras la
muerte del poeta argentino, Bonnefoy se interroga sobre si las tan consabidas
relaciones entre su literatura y “la filosofía del lenguaje que ha marcado el
pensamiento francés desde hace una o dos generaciones” pueden ser tan certeras
ante la sospecha de ciertas exageraciones que postulan a Borges como “¿un partidario
de la subversión, de la desconstrucción, de la fisión del discurso por el
trabajo literario?” [6] En realidad Bonnefoy no hace más que leer un mismo
aspecto de la poética borgeana, esa que no sólo postula la realidad infinita en
el laberinto de las representaciones, sino que también, desde ese laberinto que
sería su signo de modernidad, postula una especie de verdad sin nombre o sin
rostro, únicamente verificable en la página “que trastorna todo sueño de
mímesis, que arruina toda pretensión mental al conocimiento absoluto.” (2007;
59) Para Bonnefoy la tan postulada “poética de la escritura plural” atentaría
contra la urgencia, la pronta necesidad de dar vida a la poesía de lo que se
vive o se ha vivido como un “deseo de dotar de una cualidad trascendental […]
al Yo que nace de la vida vivida” En otras palabras, volver a dar al nombre su
posibilidad de ser, pues “lo que es trasciende toda ficción.” (2007; 61-62).
Si lo que es trasciende toda ficción, entonces la ficción
que busca dar nuevamente el poder a las sensaciones, los objetos, los nombres
del mundo, aspira a ser, más que un artificio, una invención que testimonia la
presencia de la literatura como posibilidad de trascender; en ello radican todo
su poder. La operación literaria de Borges que más se relaciona con este deseo,
es aquella en la que se construye la biografía de Homero –que poco tiene de
literaria– por medio de sus impresiones de lectura, hasta llegar a crear ese
autor imaginario que es espejo de la propia obra. No por nada este tema abre
dos volúmenes sumamente importantes en la obra de Borges: El aleph de 1949 y El
hacedor de 1960. En ellos se afirma que quien escribe lleva consigo un mundo,
salva la memoria y supera la indiferencia del olvido; pero también se confunde
con sus criaturas que en un punto sueñan a su soñador hasta arrojarlo a la
certeza de ser nadie, cuando la obra, simplemente es. Este es el tema que
Borges construye desde la figura de Homero en sus dos ficciones sobre la
pervivencia de la autoría; pero también es la negación de un destino personal,
es en cierta medida, la paradoja de quien solo puede escribe para negar la
importancia de escribir.
En “El inmortal” Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una
de las legiones de Roma, emprende la búsqueda de la ciudad de los inmortales.
Vagando por el desierto, perdiendo poco a poco su condición de hombre
civilizado ante la agonía de la sed, el delirio y la soledad de una pesadilla
entretejida por fábulas innombrables, accede al último rincón del mundo donde
la realidad ya no puede ser el producto del juicio de los hombres sino del capricho de unos dioses bajo una forma
aberrante que se materializa en la impresión de una sucesión ambigua,
interminable, atroz e insensata: “Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su
mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto,
contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros.
Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz.” [7] Sin
embargo en esa ciudad que se confunde con los días ya que nadie la habita,
aguarda una sorpresa aún mayor; entre sus antiguos habitantes que Flaminio
desprecia como bestias insensibles, uno profiere estas palabras ante las
mínimas referencias a lo que sabe sobre pasajes aislados de la Odisea: “Muy poco, dijo.
Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil años desde que la
inventé.” (1998; 21). Para sorpresa de Rufo, Homero es uno de los trogloditas
que rodean la ciudad; sus días, que transcurren entre lo inalterable del tiempo
indistinto y el olvido que trae ese ascetismo del desinterés, lo muestran ante
Marco como “un dios que creara el cosmos y luego el caos”, pero que en ello
hallara la más rotunda insignificancia pues “sabía que en un plazo infinito le
ocurren a todo hombre todas las cosas.” (1998; 23) De este modo el perfil de
Homero como el primer hombre sobre el mundo –lo que seria otorgado por la fama
de cantar la gloria de otros hombres– se define por la indiferencia que da la
inmortalidad, la cual, para nada es literaria, sino más bien inmediata,
cercana, pronta a ser gastada bajo diversas formas que luego se volverán
fábulas de los libros: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los
hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio
y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.” (1998; 24).
Sin embargo la revelación que aguarda al tribuno militar es aún mayor: “La
historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de
dos hombres distintos.” Lo que prueba este hecho hasta el escalofrío es la
revisión de las constantes locuciones homéricas a pasajes de la Ilíada y la Odisea pronunciadas por
Rufo que descubre de este modo, que “ninguna de esas locuciones es adecuada a
él, sino a Homero, que hace mención expresa…” en sus obras (1998; 28). Homero
entonces se identifica consigo mismo por medio de sus palabras, su persona es
lo que puede haber dicho sobre otros hombres que asolaron ciudades o navegaron
mares; es más, lo único que aún perdura de sus recuerdos son las mismas
palabras que lo transforman en un personaje simbólico, lo único que conforma su
persona es aquello que sobrevivirá al inminente fin: “Yo he sido Homero; en
breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.”(1998; 30)
[8]
En un verso del poema “Robert Browning resuelve ser poeta”,
Borges ha sintetizado ese momento en el cual la vida mortal concluye para dar
paso a lo que podríamos llamar el volumen imaginario de los días hecho de
símbolos y contraseñas que conforman la aventura de las letras. El poeta inglés
en un momento de su monólogo por las calles de Londres da con la siguiente
revelación: “Viviré de olvidarme.” ¿Qué es entonces el deseo de la obra más que
una sucesión de nostalgias que vuelven bajo la forma posible de la literatura,
pero que piden o requieren de una renuncia, un nombre vacío, el alivio
paradójico de dejar de ser? Para el hacedor, sea Homero, Shakespeare o el mismo
Borges, el destino de las letras no es más que: “Máscaras, agonías,
resurrecciones,” en las cuales se “destejerán y tejerán mi suerte / y alguna
vez seré Robert Browning.” (1998; 17). Así la paradoja del poeta es que para
ser todos los hombres, necesita ser nadie,
siendo el poder de lo divino un castigo que en un momento, como el
señalado por Bonnefoy, lo devuelve a quien verdaderamente es: nadie. [9]
De este modo la versión homérica de Borges es mortal en su
anterioridad; esta va desde la sorpresa que le depara el mundo en cada momento:
“En los mercados populosos o al pie de una montaña de cumbre incierta […] había
escuchado complicadas historias, que recibió como recibía la realidad, sin
indagar si eran verdaderas o falsas”; hasta los hechos más íntimos como puede
ser transitar el mundo entre sombras: “Ya no veré (sintió) ni el cielo lleno de
pavor mitológico, ni esta cara que los años transformarán”; hasta una afrenta
por valor: “El sabor preciso de aquel momento era lo que ahora buscaba; no le
importaba lo demás: las afrentas del desafío, el torpe combate, el regreso con
la hoja sangrienta.” [10] Pero lo heredado por azar recuerda el momento en el
cual el mundo se justifica en una obra, y esa obra termina siendo el reflejo de
su autor, un conjunto de símbolos que son definitivamente el poder de lo
literario como memoria de la humanidad: “Con grave asombro comprendió. En esta
noche de sus ojos mortales, a la que ahora descendía, lo aguardaban también el
amor y el riesgo. Ares y Afrodita, porque ya adivinaba (porque ya lo cercaba)
un rumor de gloria y de hexámetros, un rumor de hombres que defienden un templo
que los dioses no salvarán y de bajeles negros que buscan por el mar una isla
querida, el rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar
resonando en la cóncava memoria humana.”(1998; 12)
Gilbert Highet en La tradición clásica menciona tres principios básicos sobre los
cuales pueden interpretarse los mitos: como hechos históricos determinados,
como símbolos de verdades filosóficas y como procesos naturales que una y otra
vez son recurridos por la imaginación de los hombres. [11] Tal vez a esta
interpretación habría que agregar una cuarta forma propia de la modernidad, que
desde Joyce, Faulkner, Gide y el mismo Borges –por sólo mencionar algunos
casos–, encuentra en ellos la particularidad de postular la cara personal de
una estética que requiere de cierta tradición universal para mostrar su
desencanto individual; acto propio de esa voluntad desheredada que vivirá en un
conjunto de palabras y que ya ni siquiera sabemos si responde a la figura de un
autor. De un modo un tanto más directo, esta idea sobre la autoría imaginaria
que postula la escritura literaria, esta mitología personal, es presentada por
Borges en el “Epílogo” de El hacedor: “Un hombre se propone la tarea de dibujar
el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias,
de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de
habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes
de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su
cara.” (1998; 127-128) ¿Qué extraño poder hay detrás de ese deseo, qué forma
impulsa esa entrega a un mundo de palabras que ya no pertenecen al hombre que
perplejo las ha experimentado; hasta qué punto podemos saber si ese dibujo, ese
laberinto de símbolos, es impersonal o íntimo?
Como en la reescritura borgeana del canto XXIII de la Odisea –en el cual Ulises
vuelve a ser quien era–, la duda que retorna sobre el héroe vuelve como la duda
que aqueja al autor sobre su nombre y su rostro vacío: “¿dónde está aquel
hombre // que en los días y noches del destierro / erraba por el mundo como un
perro / y decía que Nadie era su nombre?” [12]
En esa posibilidad de ser nadie, la tarea literaria se vuelve una larga
reescritura de la tradición; pero en un sentido acaso más profundo donde –como
ese hombre que dibuja el mundo, y el otro que se vale del lenguaje para
encontrar su destino– lo que verdaderamente importa es la sensación de lo
vivido, las versiones del sentimiento literario, esa extraña forma de contarnos
los hechos del mundo que en Homero y en Borges ha encontrado las siguientes
palabras: con el verso he de labrar mi insípido universo.
Notas
1 Recordemos que en
1930 Borges publica su Evaristo Carriego, culminación de cierta indagación en
los aspectos regionales del criollismo y la defensa del lenguaje ante los
barroquismos españoles que desde Inquisiciones (1924), El tamaño de mi
esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928) venia
desarrollando
2 Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág. 130.
(Desde este momento las referencias se indicarán por año y número de página en
el cuerpo central del texto.)
3 En Borges este sentimiento de lo poético
tomará formas por demás conocidas: la mitología menor de una historia entretejida
en el duelo de cuchillos, el culto del coraje en la memoria de los antepasados
comprometidos con las armas; y la queja, el remordimiento, el reproche de una
privación de esas experiencias que se reducen a ser vividas por otros para
luego ser contadas dejando de este modo el testimonio de la desdicha de quien
es los otros y no es nadie
4 Sirva a modo de ejemplo los pasajes futuros
de ese deseo: “Soy el que ve las proas desde el puerto; / soy los contados
libros, los contados / grabados por el tiempo fatigados; / soy el que envidia a
los que ya se han muerto. / Más raro es ser el hombre que entrelaza / palabras
en un cuarto de su casa.” En La rosa profunda. Y esto otro en el cual lo
patético gana por demás nuestra atención “Mis padres me engendraron para el
juego / arriesgado y hermoso de la vida / para la tierra, el agua, el aire, el
fuego. / Los defraudé. No fui feliz. Cumplida / no fue su joven voluntad. Mi
mente / se aplicó a las simétricas porfías / del arte, que entreteje naderías.
/ Me legaron valor. No fui valiente.” En La monedad y hierro. Obra Poética III,
Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág. 13 y 95.
5 “La postulación de la realidad”, Op. Cit.,
pág. 86-89.
6 “Jorge Luis
Borges” en El banquete, No 5 año X, Alción, Córdoba, pág. 58, 2007
7 El aleph, Alianza
Editorial, Bs. As., 1998, pág. 17
8 Esta es la interpretación que Borges oculta
a lo largo de todo el relato y que sólo la explicita por boca de otro y en el
ámbito marginal de una nota a pié de pagina: “Ernesto Sábato sugiere que el
“Giambattista” que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario
Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un
personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles” (1998; 29).
9 En el relato
“Everything and nothing”, Shakespeare participa también de esta especie de
impersonalidad creativa en la cual “la identidad fundamental de existir, soñar
y representar le inspiró pasajes famosos”, la biografía imaginaria del poeta
concluye con un diálogo en el cual el sueño reza el siguiente pasaje: “La
historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a dios y le dijo:
“Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo.” La voz de Dios
le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú
soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que
como yo eres muchos y nadie.” En El hacedor, Alianza Editorial, Bs. As., 1998,
pág. 54-55.
10 El hacedor,
Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág 10-11
11 Tomo II, Fondo
de Cultura Económica, México, 1954, pág. 331.
12 Obra Poética II,
Alianza Editora, Bs. As., 1998, pág. 124.
Fuente : Hablar de Poesía
INICIO Número 19 Las versiones homéricas en Borges
http://hablardepoesia.com.ar/numero-19/las-versiones-homericas-en-borges/