Hadrian Bagration
Para inmortalizar una alegoría acerca de la especie violenta
que califica a la segunda categoría del pecador, Dante imaginó un leopardo (un
león simbolizaba a los hedonistas y una loba a los maliciosos); Borges saboreó la Commedia con un placer
cercano a la más extrema autoindulgencia que delatan los leones en los lentos
periplos en tranvía que lo acercaban desde su hogar hasta su módico empleo en
la biblioteca Miguel Cané en el barrio de Almagro. Había comprado, por propia y
orgullosa confesión, los tres volúmenes que componen los tres estadios que
Dante construyera para los inframundos, en purísima edición bilingüe en la
librería Mitchell, que se erigía en la quinta cuadra de la calle Cangallo. No
contaría Borges con más de cuarenta años. Habría publicado casi una docena de
libros; esa distinción lo tornaba, no obstante, tan desconocido para el fervor
popular como si su pluma no hubiese dado a luz a una sola línea: el lector, tan
mal guiado entonces cuanto hoy por la crítica, la política y la percepción de la
realidad sobre la que somos arrojados para que se nos devore como por la
furiosa loba de Alighieri, ignoraba que uno de los más grandes escritores de la Historia se sumergía con
ansiosa parsimonia en la ultratumba dantesca durante un cotidiano transporte
por entre los vecindarios de Buenos Aires.
En 1960 Borges quiso rendir homenaje a la probable
existencia de Homero a través de una alusión a la compartida ceguera: de esa
desinteresada intención nacía El Hacedor; tal vez ninguna otra colección de
textos de Borges (la hipótesis es osada) implique mayor asombro. Uno de ellos
apunta, como fue saludable hábito en él, a Dante: Infierno, I, 32 concede
resurrección a la conjetural visión en la que Alighieri se topa con una de las
bestias que merodean la selva que precede a los avernos: “Desde el crepúsculo
del día hasta el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años finales del
siglo XII, veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de hierro,
hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de piedra con
hojas secas.” El dios de Borges lo visita en un sueño y le revela que el
martirio de su encierro merece una razonada justificación: “Vives y morirás en
esta prisión para que un hombre que yo sé te mire un determinado número de
veces y no te olvide y ponga tu figura y tu símbolo en un poema, que tiene su
preciso lugar en la trama del universo. Padeces cautiverio, pero habrás dado
una palabra al poema.” El animal olvida los motivos divinos al despertar, pero
acepta con amansado solaz ese destino de servidumbre, porque (escribe Borges)
“la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de una fiera. “
Tras un indefinido transcurrir de años, Dante muere en
Ravena. En otro sueño, es abordado por ese mismo dios y le son reveladas las
causas y las apologías de su sino y de su fracaso, sobre las que Borges no
infirió. Nada recordaría al despertar, porque (escribe Borges) “la máquina del
mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres.”
Es verosímil suponer que Borges no lo premeditó: en apenas
páginas anteriores, en el mismo volumen, rescató de los apresuramientos del
descuido a la borrosa figura de quien fuera Giambattista Marino, poeta barroco,
Góngora de los italianos, proclamado alguna vez (nos recuerda Borges a través
de una hipálage prodigiosa, las bocas unánimes de la Fama) el nuevo Homero y el
nuevo Dante, muriendo serenamente en un aposento cómodo, repleto de décadas y
de exaltaciones. Tras el cristal de una copa una mujer esconde una rosa
amarilla. Marino repite versos que ha usado en ocasiones faustas para mencionar
la realeza de la flor:
Púrpura del jardín, pompa del prado,
gema de primavera, ojo de abril…
Marino, entonces (escribe Borges), sucumbió a la revelación:
vio la rosa, la misma que le fuera acercada a Adán para que éste se aviniera a
concederle nombre, y sintió que las que había cantado y aquéllas que poblaban
su obra no eran sino cosas que atestaban el mundo, porque esa rosa a la que
tanto había dedicado consideración permanecía innombrada e innombrable. “Esta
iluminación”, concluye Borges, “alcanzó a Marino en la víspera de su muerte, y
Homero y Dante acaso la alcanzaron también.”
Acrecentados hasta la más estricta justicia sus lauros,
Borges moría en Ginebra hace veinticinco años, no lejos del Ródano, en los
límites de la Vieille
Ville. Nada cuesta imaginar la severa pulcritud que inunda su
cuarto y la lenta declinación que lo sume en un inexorable entresueño de
sábado. Alguien ha puesto un volumen suyo en los alrededores del lecho; Borges
repite en silencio versos que serán inevitables y por los que no siente, porque
morirá en compañía de su modestia, un agudo apego:
Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando todavía…
Quizás entonces ocurrió la revelación. Borges vio la palabra
que abarcaba toda su obra, que no nos será comunicada, y sintió, con la pesadez
que no convenía a su pudor, que tantas generaciones hacia el futuro como las
que nos separan del pasado que habitó Adán encontrarán en ella no un espejo
banal del mundo sino un universo que fatal y felizmente las alimentará con una
ambrosía llamada belleza.
Esta iluminación alcanzó a Borges en los albores de su
muerte, y acaso tantos, auxiliados por un genio que los lustros aumentan y que
el tiempo engrandece, la alcanzarán también.
Fuente : Hadrianhispania.wordpress.com
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