domingo, 1 de septiembre de 2019

Cuando Borges visitó Yucatán


Por Flor Estrella Santana 

                                                        
 Cuando Borges visitó Yucatán dejó su imagen en el espejo del Mayab.

Se encontró con Uxmal, ciudad maya que incluyó en dos de sus poemas, y palpó las frías y ásperas piedras de Chichén Itzá.

Junto a las milenarias piedras mayas trazó el círculo de su vida: habló de su niñez en su natal Argentina, donde a diario bebió “agua de tortuga” sin saberlo, y también habló de su bastón chino, el predilecto, que le acompañaba en su vejez.

Con motivo de los 120 años del natalicio de Jorge Luis Borges, celebrado el sábado 24 de agosto de 2019, transcribimos la crónica que el maestro Jorge Álvarez Rendón escribió tras acompañar al hijo predilecto de Argentina en su visita a Uxmal y Chichén Itzá.

Mérida, Yucatán, México, sábado 29 de agosto de 1981.

Jorge Luis Borges, caballero argentino, recuerda a sus Buenos Aires en el Mayab

Apoyado en su bastón chino preferido, el poeta recorre parte de  Uxmal.– ¡Ojalá salieran las golondrinas!– Sopa de lima y filete de  Venado.– “Agua de tortuga”, ¿secreto de su longevidad?– Agudeza y  buen humor– Un criollo galante.– El geniecillo de la milonga.– Hoy, Chichén Itzá



           Jorge Luis Borges y María Kodama llegan a Mérida, Yucatán. Foto de Megateca

“¡Borges, venid para que os tomemos la fotografía! Ahí está bien. Que se vea el Palacio del Adivino. Ya es tarde. Perderemos la última luz”.


Jorge Luis, con sus ojos ciegos y verdes claro, obedece a María Kodama, su amiga y asistente, mientras se apoya en un bastón chino que compró en Manhattan. “Tengo otros tres en  mi casa, pero éste es el que más me gusta, porque los dedos encajan perfectamente”.

¡Ojalá salieran también las golondrinas! Hay muchas, Borges. A lo mejor son las mismas que después se van a la Argentina.

Con extraña lucidez y gran memoria, el poeta recuerda letras de milongas. Quizá para él vengan al caso. Nosotros –con Borges enfrente– preferimos compartir la tarde real con otra, poéticamente viva.

“El silencio que habita los espejos ha formado su cárcel. La oscuridá es la sangre de las cosas heridas. En el incierto ocaso la tarde mutilada fue unos pobres colores”.

Sus acompañantes se dispersan en el laberinto de las piedras. Algunos quieren escalar el templo del mago tenaz. A su lado, explicamos a Borges cuanto sabemos de los mayas, que siempre, aunque fuese un caudal, resultaría insignificante para su espíritu curioso y cosmopolita.

Aguardamos el espectáculo. La luz y el sonido. Ambos. El sonido y la luz. Porque estamos convencidos que este caballero argentino, que mueve la cabeza con un nervioso sí perpetuo, enumera sus propias claridades, distingue nítidamente los objetos con algún ímpetu secreto.


LA LLEGADA


Borges desciende del avión a la una y media del día. Viste traje café con camisa y corbata del mismo color, aunque de diversos tonos. Lo ayudan María y el director de cine Adolfo García Videla, su compatriota.

Tras pasar la nube de los colegas, el poeta se refugia en el privado de los pasajeros distinguidos, aunque él insista en su pequeñez, a la hora de firmar el libro de visitas que le extiende el Lic. Gómez Chacón, alcalde de Mérida.

Se discute el itinerario. Don Javier Wimer, embajador de México en Yugoeslavia, señala en un mapa la ruta: primero Uxmal, ciudad clásica, y Chichén Itzá para el día siguiente. ¿Se pondrá Borges una guayabera? Quizá más tarde, para estar más fresco, porque el calor aún no lo molesta:

“Parece que estoy en Buenos Aires”, señala.

“Bueno, posiblemente el calor de ahora sea mayor”, aclara García Videla.

Borges sonríe antes de añadir:

“Es natural. Cualquier calor presente es mayor que otro  pasado”.

Muy cierto. Rápida agudeza de un hombre que acaba de cumplir 82 años.


AGUA DE TORTUGA

Mientras sus compañeros se encomiendan al condimento de la más típica comida yucateca, Borges prefiere algo liviano. Es vegetariano por temporadas –cuestión de ética–, pero cuando le leen la carga escoge sopa de lima y filete de venado.

Alguien habla de las aguas frescas, de ahí se pasa al tema de la lluvia, amenazante en una  súbita tiniebla, y vienen a cuento las grandes tinajas donde se recoge el agua en muchos países de la América Hispana.

“En mi casa”, nos comenta Borges muy despacio, “había una tortuga en el fondo del aljibe. Era una costumbre argentina. En Montevideo no, ahí prefieren sapos. Yo sabes crecido cuando supe lo de la tortuga. Siempre tomé agua de tortuga, al igual que mi madre, que murió con más de noventa años. A lo mejor por eso soy longevo”.

Esa agua está detenida, supuesta en la  “garganta de la sed” de los recuerdos. Ahora, le traen al poeta un vaso de horchata de arroz, bebida que le agrada enseguida.

Hay que prescindir del café porque Miguel Ángel, el chofer del Ejecutivo, predice cierto atraso. Es preciso llegar a Uxmal antes de las cinco de la tarde. Sin embargo, se encuentra tiempo para que Borges abandone el saco de traje y salga a la calle en guayabera.

En el trayecto, poeta y compañeros platican continuamente. Se pasa de uno a otro tópico aunque el cine prevalece en la voz de Adolfo. La obra casi desconocida de Renán, los poemas de Joris Huysmans, los sueños obsesivos, la numeración de los mayas, algunas aclaraciones lingüísticas. Al pasar por los poblados, María explica a Borges el ambiente. Sin muchos detalles. Salen sobrando.


Después de las cinco de la tarde “nadie” pasa a las ruinas de Uxmal, pero Borges es especial, aunque no lo acepte públicamente vaya usted a saber por qué. Miguel habla con los guardias que lo conocen de anteriores giras y una puerta lateral se franquea sin problemas ulteriores.

“Despacio, Borges, despacio. Un escalón alto y otro más pequeño”. María y Adolfo llevan al escritor hasta el templo norte del Cuadrángulo de las Monjas. “Ya estamos en las ruinas, Borges. Son espléndidas”.

“Aquí llega otra ruina más reciente”, bromea el poeta, satisfecho de hacer que la risa nazca en los que aprecia.

María y Estela Troya, esposa de Adolfo, imprimen fotos sin cansarse. Toda la fauna sagrada de los frontispicios. El horizonte que ya comienza a tornarse rojizo. En un momento dado, Borges queda solo y comienza a preguntarnos sobre la historia de los mayas, su conquista y desaparición.

Nos interrumpe para hablarnos de su tierra. Ahí la guerra contra los indios fue cruel.

“En cada batallón de ciudadanos había un degollador. Algo horrible. Los cuchilleros también eran bastante violentos”. Con cierta ceremonia, nos relata la historia de los dos hermanos Ibarra. Aquella de:


            “El que era menor debía

            más muertes a la justicia.

            Cuando  Juan Ibarra vio

            que el menor lo aventajaba,

            la paciencia se le acaba

            y le fue tendiendo un lazo.

            Le dio muerte de un balazo

            allá por la Costa Brava”.


Ya que habla de poesía aprovechamos para preguntarle. ¿Qué opina de la poesía de Octavio Paz? ¿Es tan gran autor como aseguran?

La galantería del criollo se justifica entonces. Borges comienza hablando muy quedo, en suspiro casi, pero no tardamos en comprenderlo:

“He leído poco de poesía contemporánea desde que perdí la vista hace veinte años. Conozco a López Velarde, pero ése ya murió. Tendría que conocer a los colegas de Octavio Paz si quisiera emitir algún juicio”.

El poeta asegura que los mexicanos han sido sumamente galantes y atentos consigo. Todos los mexicanos que conoce son amabilísimos… Algo recuerda de improviso y no lo deja pasar:

“Sólo a uno conocí que me insultó. Era un periodista y dijo que se decepcionaba de la modestia de mi casa. ¿Qué quería? ¿Un palacio? Para mí es suficiente vivir en un pañuelo. Mientras más pequeña la casa, mejor. Así sé dónde están las cosas.

“También se burló de mis libros”, prosigue. “Le parecieron escasos. ¿Cuántos quería que tuviera un ciego? Se fijó en las goteras del cielo raso y comparó mi cuarto con una celda. No recuerdo su nombre. Seguramente ha de haber escrito después un artículo insolente”.

Por unos minutos permanece en silencio. Sube y baja la cabeza con espasmo nervioso. Sus amigos tardan y nosotros somos, a fin de cuentas, una presencia extraña. No me hace más preguntas y se lo agradezco. Ha comprendido mi ignorancia. De súbito, con la claridad de sus textos, habla de un  bisabuelo suyo, fusilado durante las guerras civiles. Otra vez el tema de las pampas y la sangre. El hombre siempre ha sido una criatura violenta. Capítulos olvidados de “Historia Universal de la Infamia”.

Sale por ahí de nuevo el geniecillo de la milonga y Borges canturrea:

“A mí me dicen piechico y son de Montevideo…”.


EL ESPECTÁCULO

Regresan lentamente sus compañeros porque ya se acerca la hora del espectáculo. Todavía hay tiempo de interrumpirlo para preguntarle algo sobre su próxima obra:

“Estoy preparando un libro de poemas que se editará en Madrid. También hago un estudio sobre Quevedo, pero espero hacerlo todo en un año. Por lo pronto, pienso visitar China y la India, dos países que me atraen mucho”.

Con retraso y un coro de moscos, “con uno solo basta”, asegura Borges, el espectáculo da comienzo. Siempre hemos creído que el libreto es algo cursi y empalagoso, a la usanza romántica, del romanticismo menor, desde luego. Borges escucha la historia del fin de Uxmal, la ciudad erificada tres veces. Los funestos amores de la princesa Sac Nicté con el belicoso señor de Chichén. Y cuando el sacerdote maya se pregunta reiterativamente, con dejos de Manrique, en dónde terminó aquella raza de valientes, a lo mejor Jorge Luis reconoció el polvillo de la eternidad de los grandes temas, aquellas octavas suyas:

            ¿Dónde están los que salieron

            a liberar a las naciones

            o afrontaron en el Sur

            la lanza de los malones?

            ¿Dónde están los que a la guerra

            marchaban en batallones?

            ¿Dónde están los que morían

            en otras revoluciones?

Más que la tramoya humana, la noche brindó a todos, incluso a Borges, en esa su forma misteriosa, el primor de la Vía Láctea, gran figura de reparto en el infinito. Como bien dijeran el Sr. Wimer y su esposa Angelina, allá arriba estaba lo más selecto de la jornada.

El poeta se retiró a su hotel enseguida. Cenaría algo ligero más tarde, después de sentir el fresco en la terraza. Hoy lo espera Chichén Itzá, siempre del brazo amigo de María, su discípula y auxiliar en la lectura. Aunque comúnmente es insomne hasta el alba, en Buenos Aires lo mantiene atento el Reloj de los Ingleses, posiblemente en nuestra tierra, exactamente en el sitio sagrado donde está, los señores de los suaves vientos le hayan dado el mensaje del descanso.– Jorge H. Álvarez Rendón.

Fuente: Diario de Yucatan

No hay comentarios:

Publicar un comentario