Guillermo Martinez
.(Extracto de una conferencia dictada en la Universidad de Boston y en la Universidad Armstrong Atlantic, en Savannah, octubre y noviembre de 2001)
Hay un fenómeno de apropiación del nombre de Borges, que a esta altura hace sonreír, y que permite la multiplicación de toda clase de libros cuyos títulos son Borges y... casi cualquier cosa que se quiera escribir al lado. Es verdad que Borges escribió sobre una cantidad imponente de temas: estos autores hacen un salto al infinito y se proponen demostrarnos que no dejó nada de lado. Tanto mejor cuanto más lejana y débil es la conexión, porque entonces pueden intentar libros más “sorprendentes” y “sagaces”. Hay una excepción interesante a esta maquinaria, en una colección de ensayos que se llama Borges y la ciencia. Es un libro hecho por científicos argentinos: incluye un ensayo sobre Borges y la física, dos o tres irreprochables sobre Borges y la matemática... pero mi favorito fue uno que se llama “Borges y la biología”. Luego de algunos rodeos, y algo desolado, casi como disculpándose, el autor se decide a escribir que después de haber leído la obra completa de Borges tiene que decir que no hay ninguna vinculación entre Borges y la biología. ¡Ninguna! (risas). El hombre había descubierto con terror algo en este mundo –la biología- que Borges no había tocado... Por supuesto, es muy posible que al final de esta charla, como me ocurrió en Boston, alguien se me acerque, con una mezcla de disgusto intelectual y amenaza, para decirme que hay una obra de dos tomos de su autoría en la biblioteca de Harvard que se llama, justamente, Borges and biology, y que quizá, para la próxima vez, yo debiera consultarla (risas). No me animé a comprobarlo, pero no niego la posibilidad de que exista ese libro: al fin y al cabo todo libro existe en la biblioteca de Babel. Es muy posible, y sería típicamente borgeano, que el libro más largo sobre Borges estuviera dedicado a un tema que a Borges nunca le hubiera importado.
Pero afortunadamente, para la buena definición de esta charla, como dirían los matemáticos, sí podemos decir que existe una conexión sólida, indudable, entre Borges y la matemática. Borges estudió matemática durante varios años, principalmente a través de la visión logicista de Bertrand Russell, quien trataba de reducir la matemática a sus métodos de demostración, a una “vasta tautología”, un propósito, como se comprobaría luego, condenado al fracaso. Fue seguramente también a través de Russell que conoció las arenas movedizas de las paradojas lógicas, los infinitos matemáticos y las discusiones sobre los lenguajes formales que transformaría con el tiempo en piezas literarias. Hay una cantidad realmente asombrosa de rastros matemáticos, e incluso pequeñas lecciones de lógica y matemática a través de su obra, desde “El idioma analítico de John Wilkins” al “Examen de la obra de Herbert Quain”, desde “La biblioteca de Babel” y “La lotería de Babilonia”, hasta “La esfera de Pascal” y “Avatares de la tortuga”, desde “La doctrina de los ciclos” y “Argumentum Ornithologicum”, hasta “El disco” o “La muerte y la brújula”, con múltiples ecos que llegan también a su obra poética. Pero a poco que uno relee estos textos, se advierte que hay un ejercicio de repetición y variaciones sobre lo que son en el fondo tres ideas principales. Estas tres ideas aparecen reunidas en el cuento “El Aleph” y podemos examinarlas desde allí. La primera está vinculada a la elección del nombre del Aleph. “Para la Mengenlehre”, dice Borges, “es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes”. La Mengenlehre es el nombre alemán de la teoría matemática de las cantidades; Borges encontraba particularmente curioso y perturbador este quiebre del antiguo postulado aristotélico según el cual el todo debe ser mayor que cualquiera de las partes. “Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros”, dice en “Avatares de la tortuga”: “No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito”.
En el infinito matemático, en efecto, el todo no es necesariamente mayor que cualquiera de las partes. Para entender esto, pensemos primero en un niño que tiene un mazo de cartas pero sólo sabe contar hasta diez. El niño reparte las cartas con su padre, le da la primera, se queda con la segunda, le da la tercera, se queda con la cuarta, etc. Cuando termina de repartir el mazo, no podría decir cuántas cartas tiene en la mano, porque sólo sabe contar hasta diez, pero sí puede decir algo de lo que todavía está seguro, y es que él y su padre tienen la misma cantidad de cartas. De una manera parecida, en un desfile militar difícilmente podamos contar a golpe de vista la cantidad de jinetes, pero sí podemos decir algo, quizá no muy brillante, pero cierto, y es que hay la misma cantidad de jinetes que de caballos (risas). Y bien, esta es la idea que encontraron los matemáticos para “contar” conjuntos infinitos. Dicen que un conjunto tiene “tantos elementos” como los números naturales si se puede asignar un número distinto a cada elemento, usando en esta asignación todos los números que empleamos para contar. Pero, y aquí viene el quiebre que intriga tanto a Borges, el conjunto de los números pares tiene de este modo “tantos elementos” como los números naturales, ya que se puede asignar el 1 al primer número par 2, el 2 al 4, el 3 el 6, etc. Tenemos así una parte propia de los números naturales, digamos, una “mitad”, los pares, que es “tan grande” como el todo.
La segunda idea es más bien geométrica y la encontramos un poco antes, cuando Borges intenta, con distintas analogías, describir el Aleph, el punto que concentra y guarda todas las imágenes. “Los místicos, en análogo trance”, escribe, “prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.” Esta imagen puede parecer oscura, o un juego de palabras, pero es una metáfora magnífica, singularmente precisa, una vez que se conoce la explicación matemática: pensemos primeramente en el plano, por ejemplo, la superficie de este pizarrón. Yo pedí especialmente un pizarrón, ¡ahora tengo que usarlo! (risas). Dibujemos a partir de un punto cualquiera círculos con radio cada vez más grande. Estos círculos cubren más y más puntos del pizarrón, y por lejano que se encuentre un punto, es evidente que, eligiendo un radio suficientemente grande, puedo “enlazarlo” dentro de uno de mis círculos. Más aún, no importa dónde haya fijado en principio el centro de estos círculos, con radios suficientemente grandes llego desde cualquier centro tan lejos como quiera. Pero entonces, dando un pequeño salto con la imaginación, podemos reemplazar la idea de plano por la de un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia... ¿dónde dibujar la línea de la circunferencia? No llegamos a dibujarla porque el radio es infinito, la circunferencia está siempre más allá, como el horizonte, “en ninguna parte”. Exactamente lo mismo podemos hacer en el espacio tridimensional, reemplazando los círculos por esferas. Así, la totalidad del espacio, o el universo visible que muestra el Aleph, puede considerarse una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Pero entonces -y aquí la analogía muestra su eficacia- uno puede imaginar una contracción de esta esfera gigantesca original, de modo que todas las imágenes aparezcan concentradas en la esferita minúscula que ve Borges al pie de la escalera: el Aleph como el universo en su inicio, antes del big bang, una pequeña esfera que aprisiona en un solo punto todas las imágenes.
La tercera idea es lo que yo llamaría la paradoja de autoreferencia, y aparece cada vez que Borges construye o alude a un mundo ficcional muy vasto y abarcatorio, que acaba por incluir a ese mismo mundo como un elemento, y a veces al narrador, o al lector, en sus reglas de juego. En “El Aleph” esto ocurre durante la célebre enumeración de imágenes: “...vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez otra vez el Aleph..., vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara...”. Esta clase de paradojas, que provienen de postular objetos o mundos demasiado vastos, fueron letales en la fundamentación de la matemática y no hay duda de que Borges debía conocer la más famosa, debida a Russell, que muestra que no puede postularse la existencia de un conjunto universal, digamos, un aleph de conjuntos, que contenga en sí, como elementos, a todos los conjuntos imaginables. El mismo Bertrand Russell dio esta popularización de la paradoja: supongamos que exista un barbero que afeite únicamente a los hombres del pueblo que no se afeitan a sí mismos. Esto no parece en principio tan raro, se supone que esto es lo que hacen en general los barberos (risas). Ahora bien, ¿debe este barbero afeitarse a sí mismo? Si se afeitara a sí mismo, estaría excluido de la clase de hombres a los que puede afeitar, por lo tanto no puede afeitarse a sí mismo. Pero si no se afeita a sí mismo, pasa a integrar la clase de hombres a los que sí debe afeitar, por lo tanto, debe afeitarse a sí mismo. En definitiva, el barbero está condenado a un limbo lógico, ¡en el que no puede afeitarse ni no afeitarse a sí mismo!
Dije antes que hay una multitud de rastros matemáticos en la obra de Borges. Esto es cierto, pero aún si no hubiera ninguno, aún en los textos que nada tienen que ver con la matemática, hay algo, un elemento de estilo en la escritura, que es particularmente grato a la estética matemática. Creo que la clave de ese elemento está expresada, inadvertidamente, en este pasaje extraordinario de “Historia de la Eternidad”: “No quiero despedirme del platonismo (que parece glacial) sin comunicar esta observación, con esperanza de que la prosigan y justifiquen: lo genérico puede ser más intenso que lo concreto. Casos ilustrativos no faltan. De chico, veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los hombres que mateaban en la cocina me interesaron, pero mi felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era “pampa” y esos varones “gauchos”. Lo genérico... prima sobre los rasgos individuales.”
Cuando Borges escribe, típicamente acumula ejemplos, analogías, historias afines, variaciones de lo que se propone contar. De esta manera la ficción principal que desarrolla es a la vez particular y genérica, y sus textos resuenan como si el ejemplo particular llevara en sí y aludiera permanentemente a una forma universal. Del mismo modo proceden los matemáticos. Cuando estudian un ejemplo, un caso particular, lo examinan con la esperanza de descubrir en él un rasgo más intenso, y general, que puedan abstraer en un teorema. Borges, les gusta creer a los matemáticos, escribe exactamente como lo harían ellos si los pusieran a la prueba: con un orgulloso platonismo, como si existiera un cielo de ficciones perfectas y una noción de verdad para la literatura.
Publicado en Clarín con el título Paradojas lógico-literarias, 2003.
miércoles, 19 de mayo de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario