sábado, 29 de mayo de 2010
Un poema en el bolsillo
por Héctor Abad Faciolince
Cuando su padre muere asesinado, Héctor Abad Faciolince encuentra, en uno de sus bolsillos, un soneto de Borges. Años después, ante la insinuación de que se trata de un apócrifo, rastrea su origen. El resultado de esa indagación: cinco poemas inéditos.
Yo no me acuerdo ya del momento en que esta historia empieza para mí. Sé que fue el 25 de agosto de 1987, más o menos a las seis de la tarde, en la calle Argentina de Medellín, pero ya no me acuerdo bien del momento en que metí una mano en el bolsillo de un muerto y encontré un poema. En este caso tengo suerte; apunté en mi diario, aunque nunca pensé que lo fuera a olvidar, que había encontrado un poema en el bolsillo de mi padre muerto. Ese momento yo ya no lo recuerdo. Todo aquel que haya llevado un diario lo sabe: hay trozos de la vida perdidos en el recuerdo que, sin embargo, la escritura recobra con una nitidez que se parece mucho a la vida.
Como yo no recuerdo bien lo que pasó al caer la tarde del 25 de agosto de 1987, como el recuerdo es confuso y está salpicado de gritos y de lágrimas, voy a copiar un apunte de mi diario, escrito cuando aquello estaba todavía fresco en la memoria. Es un apunte muy breve:
Lo encontramos en un charco de sangre. Lo besé y aún estaba caliente. Pero quieto, quieto. La rabia casi no me dejaba salir las lágrimas. La tristeza no me permitía sentir toda la rabia. Mi mamá le quitó la argolla de matrimonio. Yo busqué en los bolsillos y encontré un poema.
Hasta ahí el diario, en la entrada del 4 de octubre del año 87. Después hay algunas citas dispersas de versos del poema, pero en mi cuaderno no transcribo el poema completo. El poema completo lo publiqué después, el 29 de noviembre de 1987, en el Magazín Dominical de El Espectador. Ahí digo, por primera vez, que el poema es de Borges.
¿De dónde saqué yo que el poema era de Borges? No lo sé bien. Lo más probable es que el poema escrito a mano viniera firmado con su nombre, o por lo menos con sus iniciales. Porque esa hoja copiada de puño y letra de mi padre yo ya no la encuentro. Me dirán que eso no puede pasar, que uno no pierde ni bota algo así, un documento tan íntimo, un papel tan importante. Soy desordenado, olvidadizo, a veces indolente. Además, yo salí de Colombia el día de Navidad del año 87, sin pasar siquiera por mi casa a empacar la maleta. Todo se quedó atrás, en manos de una familia enloquecida de tristeza y de miedo. En algún momento el papel se extravió; o alguien, sin pensarlo, lo tiró a la basura como una cosa más entre las cosas. Sin embargo, fuera de la publicación en el Magazín, tengo otra prueba.
Es una prueba tallada en piedra. Se trata de la lápida que pusimos en el cementerio de Campos de Paz, sobre la tumba de mi padre. Se puede todavía ver, o al menos adivinar, el poema, porque incluso las palabras cinceladas en piedra se van borrando, igual que la vida y tal como los sueños.
En la lápida el poema está firmado por unas iniciales: J.L.B. Son las mismas de Borges. Fuera del cuaderno, fuera del Magazín, fuera del mármol, el poema ahora también está impreso en mi memoria y espero recordarlo hasta que mis neuronas se desconfiguren con la vejez o con la muerte. Dice así:
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte, y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso, con esperanza, en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo.
Después pasó el tiempo. Mucho tiempo: veinte años. Nadie le prestó atención a este soneto inglés (y digo inglés por su estructura: tres cuartetos más un dístico final). Ni siquiera yo mismo. Hasta que publiqué un libro a finales del año 2006, El olvido que seremos, cuyo título está tomado del primer verso del poema. En el libro yo digo, por otra leve traición de la memoria, que el título del poema es “Epitafio”. Si piensan en el tema del poema y en la lápida del cementerio entenderán de dónde nace la confusión en mi cabeza. En el libro tampoco pongo en duda el nombre del autor. Escribo que el poema es de Borges.
Como el libro fue bastante leído en Colombia, y como el éxito es siempre sospechoso, vinieron los expertos y los suspicaces a decir que el poema era apócrifo, que el poema no era de Jorge Luis Borges, dijeron incluso que yo se lo atribuía a Borges para vender más libros, para poner mi nombre de enano al lado de un gigante. Yo sabía desde antes, desde siempre, que el soneto no aparecía ni en la Obra poética ni en las Obras completas del poeta argentino. La cosa me extrañaba, pero poco me importaba. No me preocupaba mucho el problema de su autoría: el soneto era hermoso, el soneto era importante para mí, y eso era suficiente.
Durante muchos años el misterio y la rabia se concentraron en tratar de averiguar quiénes habían matado a mi padre; me importaba muy poco verificar quién era el autor del poema. En el papel decía que era de Borges, y yo lo creía, o al menos quería creerlo. Como es natural en esa situación, me intrigaba más la maldad que la poesía; menos el enigma de la belleza que el enigma del mal. Al lado de la atrocidad de la muerte, ese pequeño acto estético, un soneto, no parecía tener mayor importancia.
El caso es que las dudas ajenas, y también la ajena maledicencia, acabaron por obsesionarme a mí también. Cuando publiqué El olvido que seremos, yo vivía en Berlín, era invierno y me habían dado una beca para escribir: tenía mucho tiempo. Se me metió en la cabeza que tenía que averiguar de quién era realmente ese poema. El primer despiste, pero también la penúltima pista, me los dio un curioso poeta colombiano, Harold Alvarado Tenorio.
Yo mismo le escribí la primera vez a Harold, yo mismo lo llamé desde Berlín para pedirle que me ayudara a rastrear el origen y el autor del soneto. ¿Por qué lo llamé a él? Porque hasta ese momento, enero del año 2007, la única publicación en español que había, en internet, de ese poema, estaba en un relato de Tenorio en la segunda entrega de la revista Número, del mes de octubre de 1993. El texto lleva el título de “Cinco inéditos de Borges por Harold Alvarado Tenorio”. Allí él cuenta la historia de cómo habrían llegado a sus manos cinco sonetos de Borges, en Nueva York, el 16 de diciembre de 1983.
Según el relato publicado en Número, tres personas presenciaron el milagro: el poeta venezolano Gabriel Jiménez Emán, una bellísima estudiante argentina de medicina, María Panero, y el mismo Tenorio. Cuenta Tenorio que Borges, súbitamente enamorado de María Panero, le dictó a ella los sonetos, en distintos sitios, antes de una conferencia.
Harold habría hecho una fotocopia de los sonetos copiados a mano por María Panero, pero esa misma noche, después de emborracharse hasta el delirium tremens, tuvo que ser internado en un hospital. Al salir del hospital se fue a Madrid, se hospedó en la casa del matrimonio de Jiménez Emán y Sara Rosenberg, y dejó allí olvidados los poemas, metidos entre las páginas de un libro, hasta 1992, cuando vuelve a Madrid y los recupera. Según él, es por eso que viene a publicarlos apenas en 1993, en la revista Número.
En su artículo Tenorio transcribe cinco sonetos, todos ellos sin título, entre los cuales hay uno, el tercero, casi igual al que mi padre llevaba en el bolsillo, aunque con algunos cambios que empeoran el resultado, bien sea por el sentido o, lo que es más grave en un soneto, porque un verso deja de ser endecasílabo.
Cuando yo me puse en contacto con Harold, este me dijo que la historia de Nueva York era inventada y que los poemas los había escrito él, imitando el estilo de Borges. Que después de escribirlos se los había propuesto, envueltos en esa historia, a William Ospina y a la revista Número. William, además, había corregido algunos problemas de métrica. Había en esta respuesta, sin embargo, dos cosas extrañas. La primera era la fecha de publicación, 1993, seis años después de la muerte de mi padre. La segunda era que la versión del soneto del bolsillo era mejor que la que publicaba quien decía ser el verdadero autor del poema.
Cuando yo le señalé estas incongruencias, Harold me respondió, a las objeciones formales, diciendo que cualquiera que tuviera dos dedos de frente vería que su versión era mejor que la del bolsillo. A la objeción temporal contestó con una paradoja borgeana: “Entonces tu padre llevaba el poema seis años antes de que yo lo escribiera.” Pude haber dejado las cosas así, con esta explicación de Harold, pero ya lo dije: era invierno, tenía mucho tiempo, el poema era importante para mí, y a nadie le gusta que le digan mentiras.
Escribí en la revista Semana, de un modo muy resumido, lo que les acabo de contar. Al final les pedía a los expertos en Borges que me ayudaran a rastrear el poema. Al mismo tiempo contraté en Medellín a una estudiante de periodismo, Luza Ruiz, para que investigara en los archivos y bibliotecas de la ciudad, a ver si podía dar con la fuente de donde mi papá podía haber copiado el soneto.
Aquel artículo en el que yo pedía auxilio hizo que despertaran todos los demonios. Apareció, primero que todo, una hada madrina. Ella no quiere que se diga su nombre, pero diré que se llama Bea Pina y que vive en la mitad de la nada, en medio de la nieve y de la niebla. Ella dijo que quería ayudarme y, como tiene dotes de espía, empezó por encontrar las coordenadas de los personajes que Tenorio mencionaba en su relato.
Hablé con Sara Rosenberg, que todavía vive en Madrid. Me dijo que ella nunca se había dado cuenta de que Harold dejara unos poemas en su casa; tampoco de que años después volviera a buscarlos y a recuperarlos. Hablé también con su ex esposo, el poeta venezolano Jiménez Emán. Este respaldó la versión de Harold: que los poemas los había escrito él. Es más, Jiménez decía recordar el momento en que Harold le había escrito ese soneto a María Panero, en su propia casa, enfermo de amor. Yo no le pregunté por qué le había escrito un soneto sobre la muerte y el olvido a una muchacha de la que estaba enamorado.
Harold cambiaba de versión según las fases de la luna, y con la luna llena los sonetos eran suyos, pero en menguante y creciente volvían a ser de Borges. Bea intentó también dar con el paradero de la bellísima estudiante argentina a quien Borges habría dictado los sonetos, o, según Jiménez Emán, a quien Tenorio habría escrito los sonetos. María Panero existía, efectivamente, y al parecer es una médica que ahora vive en Buenos Aires. Bea consiguió incluso desentrañar unos archivos ocultos en el Departamento de Estado: una María Panero, no sé si la misma María Panero de Harold, había estado presa en Argentina, había sido torturada durante la dictadura militar, y había salido al exilio en Estados Unidos y estudiado medicina en la Universidad de Nueva York por las mismas fechas en que Harold decía que los poemas le habían sido dictados por Borges. ¿Cuántas Marías Panero, argentinas, estudiantes de medicina, habría en ese entonces en Nueva York?
Por otra parte, les escribí a algunos de los que se consideran los mayores expertos en Borges en el mundo académico y empecé por aquellos que tenían amplios conocimientos bibliográficos de su obra. El primero fue un profesor de la Universidad de Iowa, Daniel Balderston, que dirigía allí un centro de estudios sobre Borges. Le pedí un dictamen como se le pide una opinión autorizada sobre el propio cáncer a un oncólogo de fama internacional.
La respuesta fue amable y su posición tajante: sostuvo que lo más verosímil era que Harold hubiera escrito los sonetos antes del 87 y que estos hubieran circulado de algún modo. Le respondí dándole, al menos momentáneamente, la razón: “Sí, profesor Balderston, creo que si aplicamos la navaja de Ockham, y no multiplicamos inútilmente las hipótesis, la más económica conduce otra vez a Harold Alvarado Tenorio.” Uno puede conformarse, siempre, con las hipótesis más obvias, pero hasta los matemáticos dicen que muchas veces los caminos más felices para resolver un teorema no son los más fáciles, los más intuitivos y directos, sino los más estéticos.
A continuación le escribí a Nicolás Helft, que es la persona que ha publicado la bibliografía más extensa y completa de Borges. Yo tenía la esperanza de que en alguna parte apareciera registrado el poema, en su memoria o entre sus papeles. Su respuesta también fue tajante: para Helft era evidente que el soneto era apócrifo.
Les escribí también a los biógrafos de Borges. Edwin Williamson nunca me contestó; no saqué nada en limpio de María Esther Vázquez –gran amiga de Borges– ni de la amanuense de Borges durante algunos años de su vida, Viviana Aguilar. Me respondió de inmediato el biógrafo más dedicado, y el coleccionista más acucioso de Borges, Alejandro Vaccaro. Su concepto, bastante razonado e incluso razonable, en una larga carta llena de anécdotas sobre falsificaciones borgeanas, no se alejó de la opinión de los demás: el poema era apócrifo.
Le escribí a otro profesor prestigioso, el peruano Julio Ortega, que lleva años enseñando literatura latinoamericana en Estados Unidos y tiene una bien ganada reputación como estudioso de nuestras letras, y en especial de Borges. Este fue su veredicto: “Lamentablemente, no son de Borges. Y lo digo sin haberlos leído completamente, solo leyendo algunos versos: Borges no hubiera escrito ‘roe las estrellas’. Es una mala imitación. ‘Me pesan los ejércitos de Atila’ es igualmente paródico, es demasiado peso para un verso. Por último: jamás Borges hubiera llamado atroz a la Escritura.”
La sola consideración que me atreví a hacerle al profesor Ortega fue que yo, en cambio, creía que al único poeta al que podría habérsele ocurrido llamar atroz a la Escritura era el mismo Borges.
William Ospina, que había sido la persona que corrigió para Número los poemas que Harold había envuelto en su historia de Nueva York, también escribió un artículo en la revista Cromos, hablando del asunto. La conclusión de William era esta: “Yo aventuro la hipótesis de que los poemas son de Borges aunque Harold Alvarado los haya escrito [...] Como dice el poema del ajedrez, no sabemos ‘qué dios detrás de Dios la trama empieza’. Además, ¿no ha dicho Platón que el que escribe un poema es un amanuense, que otro está dictándolo desde la sombra?”
Muchas personas me habían aconsejado que me dirigiera a María Kodama, la viuda de Borges, para tener un concepto autorizado y definitivo sobre los sonetos. Por sugerencia de Gabriel Iriarte, el editor de Planeta en Colombia, me dirigí a Alberto Díaz, uno de los editores de Borges en el cono sur y amigo personal de María Kodama. La respuesta de Díaz tardó algunas semanas, pero al fin llegó:
Querido Héctor: Antes que nada mil disculpas por la demora en responderte, que no se debió a mi desidia, sino a que María Kodama estuvo fuera del país todo este tiempo. Hoy me encontré con ella, le conté tu historia y le entregué el artículo que sobre este tema publicaste en la revista Semana. Le dio una rápida mirada y me dijo que el soneto que llevaba tu padre el día de su asesinato era apócrifo, como el resto de sonetos que circulan en internet envueltos en una historia neoyorquina. Me adelantó que va a tratar que algún periódico le haga un reportaje para hablar exclusivamente de los poemas apócrifos, para terminar de una vez por todas con este tema. María Kodama dixit. Me hubiera gustado que la respuesta de María fuera otra, pero es esta. Esto es todo. Un fuerte abrazo, Alberto Díaz.
“María Kodama dixit.” Esta frase era como el martillazo final de un juez al dictar su veredicto, como la última palabra del Papa en un asunto doctrinario. Pero no sólo ella: Balderston, Helft, Ortega, Vaccaro, todos daban el mismo dictamen. El soneto del bolsillo y los otros cuatro no eran de Borges, eran de Tenorio. Si yo no me daba aún por vencido era simplemente por una inconsistencia de fechas, que Tenorio atribuía a amnesias suyas, y porque me parecía absurdo que la versión de quien decía haber escrito el soneto tuviera fallas y fuera menos buena que la versión que mi padre llevaba en el bolsillo. O tal vez no quería desprenderme todavía de una fe que había mantenido durante muchos años: que era Borges el creador del poema.
En ese momento era más fácil rendirse, olvidarse del asunto y darles la razón a los expertos. Yo no veía ningún camino para esclarecer el enigma, pero me puse terco: quería luchar contra el olvido y contra la negación de ese poema.
Estando en la mitad de este desierto apareció otra aliada en Medellín. Yo tengo allá, en el centro, con un grupo de amigos, una pequeña librería de viejo, Palinuro. Pues a Palinuro llegó una tarde una señora, Tita Botero, diciendo: “Yo sé de dónde copió el doctor Abad el poema que llevaba en el bolsillo cuando lo mataron”, y sacó un viejo recorte de prensa, amarillento después de que su marido lo hubiera puesto a hibernar, dentro de un libro de Borges, durante casi veinte años. Era una página de la revista Semana, del 26 de mayo de 1987, y consistía en una nota de introducción, una foto de Borges en el centro y abajo dos sonetos.
La nota con que Semana introducía los sonetos decía así:
Acaba de aparecer en Argentina un ‘librito’, hecho a mano, de 300 copias para distribuir entre amigos. El cuaderno fue publicado por Ediciones Anónimas y en él hay cinco poemas de Jorge Luis Borges, inéditos todos y, posiblemente, los últimos que escribió en vida. Casi un año después de la muerte de Borges, se publica este cuaderno por un grupo de estudiantes de Mendoza, Argentina, que tienen toda la credibilidad y el respeto para obligarse a decir la verdad. Aquí reproducimos dos de esos cinco últimos poemas de Borges.
Los datos de esta publicación eran tan raros, tan nebulosos, que parecían inventados.
Una ciudad, Mendoza, que para mí era poco más que una región donde se producía buen vino; unos estudiantes, con lo dados a la fabulación que son los estudiantes, los cuales publican un cuaderno en unas “Ediciones Anónimas”. Uno diría que con ese nombre los poemas deberían ser más bien anónimos, o si mucho apócrifos, no de Borges.
Fuera como fuera, el segundo soneto publicado era el que mi padre llevaba en el bolsillo, y casi seguramente era de esta revista, a la que estaba suscrito, de donde lo había copiado él. El título, además, era el mismo que tenía en unas traducciones portuguesas, también del año 87, descubiertas en esos días por Bea Pina: “Aquí. Hoy”.
[Le escribí a Luza Ruiz, la estudiante que me ayudaba a rastrear documentos en Medellín, y que venía buscando en todos los suplementos literarios posibles la posible publicación inicial del soneto. Le dije que dejara de buscar, pues la fuente más probable, casi segura, de mi padre, era esa revista Semana que había publicado el poema dos meses antes del asesinato.
A los dos días Luza, a partir del dato de la revista, encontró algo muy valioso para mí: era la prueba inequívoca de que esa página de Semana era la fuente de donde mi padre había tomado el soneto. Él tenía un programa semanal de radio en la Emisora de la Universidad de Antioquia, en el que se ocupaba de temas de actualidad. El programa, Pensando en voz alta, salía al aire todos los martes por la tarde. Y bien, al finalizar el programa de la semana siguiente a la publicación del soneto en la revista, mi padre había leído al aire los sonetos. Luza me mandaba la grabación.
Hacía casi veinte años que yo no oía la voz de mi padre. De un momento a otro, una lluviosa tarde de primavera en Berlín, recibí como del más allá, como de la ultratumba, la voz de mi padre recitando ese soneto que pocas semanas después copiaría a mano y se echaría en el bolsillo. Hay un pedazo de un soneto de Borges sobre su propio padre que debo citar en este momento: “La mojada/ tarde me trae la voz, la voz deseada,/ de mi padre que vuelve y que no ha muerto.” Varias veces aspiró Borges al milagro de volver a escuchar, así fuera por un instante, la voz de su padre. Recuperar esa voz, según él, sería la más alta negación del olvido.]
Le escribí a Tenorio, le dije de dónde había copiado mi padre el soneto, de la revista Semana. Le pregunté si él mismo podría haberle entregado estos sonetos, supuestamente escritos por él, veinte años antes, a la revista Semana. Le hablé de lo que ahí decía sobre los estudiantes de Mendoza. Me contestó lo siguiente, en un correo electrónico:
Para que no le des más vueltas, quien me hizo conocer las primeras versiones de esos sonetos fue quien los inventó, Jaime Correas, que entonces tenía 25 años y los hizo en Mendoza, como dicen los de Semana, en un libro de confección casera con tapas de cartón y escrito a máquina y en fotocopia y anillado con plástico. Escríbele a él y que te cuente el resto. No te revelo más secretos, porque nunca Correas ha querido reconocer que intervino en ello. Sólo los borgeanos duros sabemos el ajo.
Yo no sabía quién era Jaime Correas, pero una vez más Tenorio me soltaba un trozo de información. Bea Pina, mi aliada desde el Polo Norte, me averiguó más datos sobre él y su teléfono. El estudiante de Mendoza de hacía veinte años era ahora el director del diario UNO, en su ciudad. Era casi verano en Berlín, casi invierno en Argentina, y yo llamé por teléfono a Jaime Correas.
Jaime no tenía ni idea de quién era yo; yo no tenía ni idea de quién era Jaime. Ante todo le pedí que no creyera que yo estaba loco, después le conté brevemente la historia del poema en el bolsillo. Le pregunté, al final, si él había inventado los poemas, como decía Tenorio, y quién los había publicado y por qué, y dónde. Jaime me dijo que no, que él no los había escrito, que las circunstancias de su publicación eran una vieja historia, larga y compleja, pero que, si tenía un poco de paciencia, me la iba a contar.
Jaime me tuvo en ascuas durante días que en mi recuerdo son meses. Al fin llegó su respuesta. Pues bien, en esa carta para mí memorable Jaime Correas me revelaba el origen del soneto. Sincero y generoso, en pocos párrafos, le quitó casi todos los velos al enigma de su verdadero autor. Decía así:
Los sonetos fueron dados en mano por Borges a Franca Beer, una italiana que vivió en Mendoza. Ella está casada con un gran pintor argentino, Guillermo Roux. Ambos, junto al poeta galo Jean-Dominique Rey, fueron a visitar a Borges. Roux hizo unos dibujos de él mientras el francés lo entrevistaba. Al final de la entrevista, Rey le pidió a Borges unos poemas inéditos. Borges le dijo que se los daría al día siguiente, para lo cual Franca volvió sola al otro día. Borges le dijo que abriera un cajón y que sacara unos poemas que allí había. Ella los tomó, hicieron copias y se los dio. Franca conoce acá a un personaje adorable, que hoy está viejito, pero vivo, llamado Coco Romairone. Él se los hizo llegar a uno de mis compañeros. Yo los estudié y publicamos cinco de los seis que llegaron. Pero hay más, Rey los tradujo al francés y los publicó con los dibujos de Roux en Francia en su revista. Franca dice que hicieron gestiones, muerto Borges, para hacer una carpeta con los dibujos y los poemas bilingües, pero nunca tuvieron respuesta de Kodama.
Jaime publicaba en Mendoza, con unos amigos, unos pequeños libros de poesía. Ellos habían tomado una bonita idea de no sé dónde que defendía la siguiente tesis: la literatura no debería tener autor, debería ser anónima. Y por eso sus pequeñas ediciones fotocopiadas se llamaban Ediciones Anónimas. Los libros anteriores, con excepción del de Borges, los habían hecho así, sin nombre, sin autores. Su consigna era “abolir al autor”. Con Borges se traicionaron y publicaron los cinco poemas con su firma. Pero era un destino, quizá, que esos poemas siguieran siendo visto como anónimos, como apócrifos, casi como falsos, aunque no lo fueran. De algún modo esto también fue un deseo que Borges expresó muchas veces: ser el autor de algo era un azar, no un mérito.
Jaime Correas me revelaba también que los poemas habían tenido cierta resonancia, después de la edición casi secreta hecha por ellos: habían aparecido en La Jornada de México, en Diario 16 de España, y en la revista Somos de Uruguay y en otra revista mendozina. En Colombia estaban los dos sonetos publicados por Semana, que Jaime no conocía hasta ese momento. Nadie se acordaba ya de ninguna de estas publicaciones, devoradas por el tiempo y el olvido. Todas eran, en todo caso, anteriores a la publicación de Tenorio en Número.
Pocos meses después de esta carta que para mí aclaraba tantas cosas, tomé yo un bus, de madrugada, en el centro de Santiago de Chile con la intención de atravesar los Andes y llegar al atardecer a Mendoza. Quería conocer en persona a Jaime Correas, quería tener en mis manos un ejemplar de aquel librito rarísimo, hecho a mano, con los cinco poemas inéditos de Borges; quería conocer a Coco Romairone, quería ver la cara de todos ellos porque después de tantas dudas y desvíos me había vuelto descreído y solamente iba a acabar de creer en esta historia de cinco poemas pasados de mano en mano, cuando metiera el dedo en la llaga, como Santo Tomás, cuando frente a frente todos los protagonistas me contaran las cosas, o me las confirmaran, tal como ya me las había dicho Jaime por carta.
Estuve tres días con Jaime, un periodista serio y confiable, poco dado a la exaltación de sí mismo; estuve con Coco Romairone, una persona entrañable que ama, estudia y colecciona la obra de Borges con una devoción de lector aprendida del maestro. Jaime me regaló uno de los dos libritos que todavía le quedaban de aquella aventura con sus compañeros de universidad. El cuadernillo venía con un prólogo firmado por el mismo Correas.
Tomé vino con Jaime, brindamos, tomamos el Nocino que cada año fabrica él mismo con una receta secreta. Tanto Coco Romairone como Jaime me confirmaron la misma versión: Franca Beer había recibido los poemas de las manos de Borges, para enviárselos a París a Jean-Dominique Rey, después de una entrevista en la calle Maipú. Ambos guardaban celosamente las viejas copias enviadas por correo por la señora Beer.
Volví a Medellín y empecé a planear los últimos dos encuentros que, para disipar mi escepticismo y verificar la exactitud de la historia, eran también necesarios, al menos para mí. Tenía que verme con el poeta francés Jean-Dominique Rey, y con el matrimonio de Franca Beer y Guillermo Roux. Tenía que hablar también con ellos, cuanto antes, y oír de su propia boca el mismo relato que Jaime y Coco Romairone me habían hecho. O las variaciones de ese relato, porque la memoria casi siempre es más verdadera cuando es imperfecta.
No me resultó fácil encontrar al poeta francés. Después de muchas búsquedas infructuosas, mi aliada en el Polo Norte descubrió que Rey trabajaba en el consejo de redacción de una revista, Supérieur Inconnu. Con este solo dato llamé a París a mi amigo Santiago Gamboa, que estaba viviendo allí. Le pedí que llamara a la redacción de la revista y buscara el teléfono de Rey, que intentara encontrarse con él y que le contara la historia del poema, sin darle ningún detalle, a ver qué le respondía. Y que le pidiera, además, una cita para mí. Tampoco fue fácil para Santiago encontrarlo, pero al fin una mañana el poeta Rey fue a visitarlo en su oficina de la unesco. Insistió en que se encontraran allí, porque vivía cerca. Y esto fue lo que Santiago me escribió:
Jean Dominique Rey acaba de salir de mi oficina, y te escribo de inmediato para no perder el impulso de la historia. Es un hombre delgado y altísimo, de unos 70 años, y con un aspecto muy marcado de intelectual francés, es decir chaqueta de pana, camisa y pañuelo al cuello. Le pregunté para romper el hielo si su apellido era de origen español y me dijo, “no, al menos desde 1715”. Cuando comencé a contarle la historia me miró con cierta sorpresa. Sabía que íbamos a hablar de Borges pero no se imaginaba lo que había en el fondo. Por supuesto, saqué tu libro y le hice un resumen, y luego leí todo el poema. Lo escuchó asintiendo con la cabeza. Luego empezó con su historia. Para él esto comienza en 1975, cuando fue invitado como jurado de un premio de arte a la Bienal de São Paulo. Allí, viendo los cuadros que estaban concursando, se enamoró de las pinturas de un artista argentino e hizo todo lo posible por convencer a los demás jurados de que debían premiarlo. Y así fue. El ganador de esa bienal fue Guillermo Roux. Desde ese momento quedó en estrecho contacto con él. Roux estuvo en Francia varias veces, en exposiciones organizadas por Rey, y la amistad entre ambos siguió creciendo, hasta que acordaron publicar un libro juntos que se publicó en Buenos Aires en 1979. Rey fue a Buenos Aires para asistir a la presentación del libro. Estuvo algo más de dos semanas y en ese tiempo conoció a la mayoría de los amigos de Guillermo Roux, y un día Rey pidió conocer a Borges, a quien había leído y admiraba mucho. Consiguieron la cita y es así como conoció a Borges, en julio de 1979, en la casa de Maipú. Rey quedó fascinado con la personalidad y el carisma de Borges. Según me dijo ya contó toda la escena en su libro de Memorias de personajes. Luego regresó a París y no volvió a ver a Borges hasta septiembre de 1985. Por una serie de desencuentros, sólo pudo verlo el último día de su estadía, en la mañana, antes de salir al aeropuerto. A diferencia de la vez anterior, estaban los dos solos. Borges y Rey. Entonces Rey le habló de una revista francesa cuyo nombre no recordó, y le pidió a Borges un par de poemas inéditos para publicarlos ahí. Entonces Borges lo llevó a su estudio, le dijo que abriera un cajón y sacara unos poemas mecanografiados. Había unos diez. Borges le pidió que los leyera y Rey le dijo, “leo muy mal el español”, pero Borges insistió. Tras una primera lectura, Borges desechó algunos. A uno lo dejó de lado porque ya estaba publicado, y le dijo que podía llevarse cinco o seis (no recordó exactamente). Luego Borges le pidió que volviera a leerlos, pues dijo que tenían imperfecciones. Mientras Rey los leía, Borges hizo correcciones que Rey escribió con su propia letra sobre los originales, al dictado de Borges. Terminada esta operación, Borges le dijo: “¿Le gusta la cocina china? Conozco un extraordinario lugar para almorzar.” Pero Rey, que tenía el vuelo a las tres de la tarde, debió decirle que no podía. “No sabe cuánto me arrepiento de eso”, me dijo Rey. Luego Rey le dijo a Borges que apenas llegara a París pasaría a limpio los poemas, con las correcciones dictadas, y se los reenviaría para su aprobación.
Rey escribió una narración contando su encuentro con Borges y para ello usó fragmentos de los poemas. No los poemas completos, pues no estaba autorizado. Luego surgió la idea de hacer un libro con su narración, los poemas de Borges y unos retratos de Borges hechos por Roux. La editorial que iba a hacerlo era Éditions Dumerchez. Entonces empezaron a buscar a María Kodama pero tardaron tres años en que ella les contestara. Cuando al fin lo hizo los puso en contacto con un agente literario norteamericano, “un tiburón”, dijo Rey, y ese fue el fin del proyecto.
“Pero el poema que acabo de leerle, ¿es uno de los que usted tiene?”, fue mi pregunta al final de su historia, y me dijo, sí, lo reconozco, tal vez con algunas palabras cambiadas, pero sí, es uno de ellos. Me dijo que tenía en su archivo los poemas originales con las anotaciones hechas por él y dictadas por Borges, manuscritas, y que iba a corroborar todo.
Pocas semanas después estaba yo sentado en un café de París, esperando la llegada de Jean-Dominique Rey. Santiago me había conseguido una cita con él. Era otra vez invierno en Europa, el 15 de febrero del año pasado. Yo no me esperaba nada nuevo a lo que ya sabía, pero quería hablar con este señor, quería mirarlo a la cara, porque hay algo en los rostros que no puede mentir, y los seres humanos somos buenos detectores de mentiras. Voy a contar mi encuentro con Rey tal como se lo relaté a Bea Pina en un correo electrónico. Me copio:
La cita con Jean-Dominique Rey era a las tres en un café famoso de Saint-Germain-des-Prés, Les Deux Magots, donde iban algunos existencialistas, pero mejor diré donde iba Camus. Rey entra a las tres en punto, alto como un árbol, vestido con cierta elegancia, pausado, sereno. No sé cuántos años tiene, tal vez 70, 73, algo así. Nos damos la mano. Es amable pero distante, discreto, incluso reticente, pero no antipático. Con esa reticencia y discreción francesas que tienen mucho encanto. Tiene una figura llamativa, que no pasa inadvertida.
La comunicación no es fácil, sobre todo porque en el café hay mucho ruido de voces altas. Yo puedo entender francés, si hay silencio, pero en ese barullo se me vuelve incomprensible. Rey tampoco entiende mi español, así que la intermediación de Santiago se vuelve indispensable. No sabemos bien por dónde empezar. Noto que él lleva una carpeta llena de documentos y libros. Repasamos un poco lo que cada uno sabe del otro. El motivo de mi obsesión, la amistad suya con Roux y Franca Beer, las veces que vio a Borges a lo largo de su vida. Lo que me cuenta se parece bastante a lo que le había dicho a Santiago. Sin embargo, hay detalles nuevos.
Uno me parece importante, un manuscrito que saca de la carpeta. La letra, me aclara, es la suya. Es la copia a mano de uno de los poemas que Borges le entregó. Esto explica algo. Entiendo que Borges no le entregó los poemas, tal como los tenía en su cajón, sino que él los copió a mano y mientras tanto se los iba leyendo a Borges, y Borges les hacía correcciones. Las copias a máquina se quedaron en la casa de Borges, con correcciones a mano que serían pasadas en limpio, y luego fue Franca Beer quien las recogió y fotocopió, unas semanas más tarde. Esto lo pude saber por una carta de Beer que Rey me dejó fotocopiar. En la carta ella le cuenta lo difícil que fue “recuperar” los poemas de Borges, pues este siempre estaba enfermo y no podía recibirla, o postergaba las citas, o no recordaba nada. Como se puede ver, todo esto es algo confuso. Lo que no quiere decir que no le crea a Rey, al contrario. La verdad, sobre todo al cabo de más de veinte años, suele ser confusa; es la mentira la que tiene siempre los contornos demasiado nítidos.
Rey me regala también un libro suyo: Mémoires des autres. I. Écrivains et rebelles, publicado por L’Atelier des Brisants en 2005. Cada capítulo de este libro está dedicado a los recuerdos de Rey con algunos escritores: Valéry, Gide, Breton, Queneau, Cioran, entre otros. El capítulo 20 está dedicado a sus encuentros con Borges en su apartamento de la calle Maipú, y se titula: “La Bibliothèque aveugle. Trois visites a Jorge-Luis Borges”.
Lo más interesante de este capítulo de las memorias de Jean-Dominique Rey, que leo más tarde, y lo más importante para mi historia, es que al final de la entrevista Rey le solicita algunos poemas inéditos para publicar, junto con la conversación que acaban de tener, en la revista La Délirante. Según Rey, es a él y no a Franca Beer a quien se entregan los poemas. Borges acepta la petición, sobre todo porque le gusta el nombre de la revista, e incluso hace una anotación etimológica, que Rey relata: “Delirio... delirio es sembrar fuera del surco.” No tengo que decirlo, pero lo voy a decir: estos poemas fueron sembrados fuera del surco, y por eso se han demorado tanto en germinar.
A continuación conduce a Rey a su habitación y le pide que abra los cajones de una cómoda. Hay algunos poemas sueltos en una carpeta. Borges rechaza algunos, porque ya están publicados. Luego escoge seis y vuelven a la sala, a hacer las correcciones.
En todo caso Rey no publica completos los poemas, ni en francés ni en español, porque, según me explica en el café, nunca obtuvo la autorización de la señora Kodama para publicarlos. En sus Memorias menciona apenas algunos versos. Lo más importante para mí, al leer el capítulo de su libro, es que cita el primer verso del poema en el bolsillo. Al contar que Borges, mientras Rey le lee, verifica siempre que estén puestas las tildes, llegan a una palabra, “mágico”, y Borges pregunta por el acento sobre la A. Dice Rey: “Ce mágico figure dans le poème intitulé Aquí. Hoy (Ici e maintenant), méditation sur la morte que commence par ce mots: “Ya somos el olvido que seremos” (Déjà nous sommes l’oubli que nous serons).”
El relato de Rey de sus encuentros con Borges es bastante sobrio. La primera vez que lo ve, en 1979, hablan largamente de poesía y Borges le recita. La segunda vez es un desencuentro, pues Borges debe ir al cementerio. La tercera vez es la que nos concierne, el 29 de septiembre de 1985. Tanto en el 79 como en el 85, Rey visita a Borges en compañía de Franca Beer y Guillermo Roux. De esta última visita hay fotos en las que se ve que mientras Rey y Borges conversan, Roux le está haciendo un retrato del vivo.
Este retrato, dos rostros superpuestos de Borges, me parece importante porque, si no estoy mal, es el último que se le hizo en vida, no a partir de fotos sino con él mismo como modelo. La fecha se conoce, pues el mismo Roux la puso al pie de su dibujo: 29 de septiembre de 1985. Téngase en cuenta que muy pocos días antes, el 13 de septiembre, Borges había recibido los resultados de una biopsia del hígado: tenía cáncer y sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida. Que Borges se sintiera bien el 29, como para aceptar una visita y una entrevista, nos lo confirma el diario de Bioy Casares, que en la entrada del 28 de septiembre, dice: “Visita de Borges; con excelente aspecto.” No es descabellado conjeturar que en esas dos semanas entre los resultados y la entrevista con Rey haya escrito este poema sobre la muerte. Pero también pudo haberlo escrito antes de la noticia de su enfermedad, pues el tema de la muerte y del olvido son en él una constante. Borges saldría, ya muy enfermo, hacia Milán y Ginebra, dos meses después de la entrevista con Rey, el 28 de noviembre de 1985, casi sin decírselo a nadie, acompañado por María Kodama. El 26 de abril del año siguiente se casaría con quien había sido su compañera casi permanente en la última década. Y moriría al amanecer del 14 de junio de 1986.
Estar con Rey fue como mirar al santo después de haber presenciado el milagro. El milagro es más importante que el santo, pero sin este santo no habría habido milagro. Meto el dedo en la llaga, toco con mis dedos los poemas que este hombre ha atesorado durante veintidós años como uno de los momentos literarios más importantes de su vida. Está orgulloso de su relación con Borges. Rey fue editor, crítico de arte, jurado, pero ahora no son muchos los que lo recuerdan, los que lo tienen en cuenta. Empieza a envejecer y es olvido, es el olvido que seremos todos. Dice, con mucho orgullo, que él es el único escritor francés a quien Borges le hizo un prólogo.
Después de Jean-Dominique me faltaba solamente entrevistarme con Franca Beer y, si fuera posible, también con su marido, el pintor Guillermo Roux. A mediados del año pasado pude volver a Argentina, y les pedí una cita. Para llegar a la casa de Franca Beer y Guillermo Roux hay que recorrer toda la avenida Libertador y dejar la capital para adentrarse en la provincia de Buenos Aires. La ciudad no se interrumpe nunca; el viaje dura más de media hora a través de una retícula de calles interminables, lo que hace de esta urbe una de las más populosas del mundo.
La casa de ellos está en el número 2845 de la calle Delfín Gallo, en Martínez, entre Pirovano y Paraná. Me recibe una amable secretaria que me ofrece un café y me enseña algunos de los cuadros y bocetos de Roux. Hay pinturas por todos lados, y retratos. Me quedo mirando un original y una copia. Quiero decir: hay un gato sentado en el sofá, un gato real, y ese mismo gato está pintado en un cuadro, encima del sofá. No sé cuál de los dos se muestra más indiferente a mi presencia y mi visita.
Al fin baja Franca Beer, vestida de anaranjado. Es una señora delgada y ágil, juvenil a su modo, en perfecto uso de sus facultades, cordial sin ser melosa, con unas profundas ojeras que le dan al mismo tiempo un aire cálido y melancólico. Cuando empezamos a hablar de aquellas lejanas visitas a Borges, descubro que confunde un poco la primera visita, del año 79, con la segunda, del año 85. Lo sé por dos detalles: un gato y unas cortinas. Rey dice en sus Memorias que en la primera visita Borges apareció lentamente detrás de unas pesadas cortinas de terciopelo, que separaban las habitaciones de la sala, en su casa. Eso mismo me dice la señora Beer, hablando de la segunda visita, que Borges apareció de detrás de unas cortinas, después de que la mucama los había hecho pasar a la sala. La señora Beer dice, hablando de Fanny, la empleada de Borges: “Nos recibió una mucama mestiza, del norte. Nos hizo pasar a la sala, donde sólo estaba, sentado a la derecha del sofá, un gato blanco.” La señora Beer recuerda que Borges, al entrar, preguntó dónde estaba el gato, antes de sentarse, pues temía aplastarlo. Alejan al gato para que Borges pueda sentarse. Mientras ella me cuenta esto, miro el gato de Roux, miro la pintura del gato de Roux, y pienso en algo que verifico después en el diario de Bioy Casares. Es una anomalía.
En la entrada del 7 de febrero del año 85 está escrito lo siguiente: “Murió Beppo, el gato de Borges. Según Fanny, la cocinera, al morir no maulló sino que exclamó: ‘¡Ay!’” El gato del recuerdo de Franca Beer, muy probablemente, es el gato que estaba vivo en la primera visita, la del 79. En la segunda, de septiembre del 85, Beppo ya estaba muerto. Así es la memoria, superpone en el mismo espacio recuerdos de tiempos distintos. No es una falsedad, es un pormenor traslocado. Me gustan estos gatos presentes en las dos ocasiones, me gusta la gracia de la mucama contando la muerte humanizada de Beppo.
El recuerdo de Franca sobre la entrega de los poemas también es un poco distinto al de Rey. Ella dice que Rey no pudo llevarse los poemas, sino que ella tuvo que volver, sola, a casa de Borges, para recogerlos. Cuenta que también Borges la hizo pasar a su cuarto porque, según le dijo, no había tenido tiempo de hacer las correcciones para que se los pasaran en limpio: “Era un dormitorio muy simple, conventual, franciscano. A los pies de la cama había un pequeño mueble con unos cajoncitos y de ahí saqué los poemas que Borges me indicó. Borges me pidió que se los leyera. Empecé a leer y yo leía según el sentido. Me dijo que los estaba leyendo muy mal; que marcara la entonación de cada verso, con una pausa al final. Al final, después de hacer unas cuantas correcciones, me entregó seis poemas escritos a máquina, con unos pocos cambios que él me indicó. Antes de entregármelos me pidió que se los volviera a leer.”
Así, en el recuerdo de Franca, los poemas llegaron a sus manos, y poco después se los enviaría a Jean-Dominique a París, pero también hizo una copia más, para ese amigo de infancia, Coco Romairone, que vivía en Mendoza. Sabía que él amaba a Borges y quiso hacerle un regalo.
Hablamos también de su marido, y del retrato de Borges que él hizo mientras Rey lo entrevistaba, en septiembre del 85. Vamos a una casa contigua, donde está el estudio de Roux, y también el archivo de su obra. Después de mucho buscar da con un sobre de manila que dice, en letras grandes: “Original Retrato Borges”. Volvemos a la casa principal, con el sobre en la mano. A todas estas el señor Roux ya ha bajado y está también en el comedor. Es pausado, grande, amable y lleva un vistoso suéter amarillo. Franca le cuenta brevemente la historia del poema en el bolsillo. El señor Roux se interesa y recuerda vivamente la vez en que acompañó a Jean-Dominique durante aquella entrevista, recuerda su dibujo. Sacamos el retrato del sobre. Como yo ya sabía algo que me había dicho Rey (que él guardaba en su casa el retrato original) pongo en duda que el papel que sacamos del sobre sea un original, tal como ahí está escrito.
La memoria es así. Tanto Guillermo Roux como Franca se extrañan, se empecinan: sostienen que es este el original. Sin embargo, como es un dibujo a lápiz, el señor Roux saca un borrador e intenta borrar un detalle, un pedacito. No borra. Es una copia, evidentemente, lo tienen que admitir ambos. Entonces Guillermo Roux va por un lápiz y se pone a dibujar, copiando de su propio retrato, un nuevo rostro especular de Borges. Lo pinta con facilidad, casi de memoria. Al terminarlo, toma la hoja con las dos manos, me la entrega y me dice: “Ahora es un original. Se lo regalo.”
Volví a mi hotel en Buenos Aires, aliviado y seguro, en cierto modo feliz. También los poemas de Borges, empezando por el poema del bolsillo, volvían a ser originales suyos. Había algunos hechos borrosos, había detalles que no coincidían exactamente, pero así son la memoria y el olvido. Son los mentirosos quienes dicen recordar con precisión, sin cambiar nunca un ápice lo que recuerdan. El hecho es que yo ya no tenía ninguna duda de que el poema, los cinco poemas, los había escrito Borges. Era el momento de contar la historia.
Quiero concluirla con una reflexión: soy un olvidadizo, un distraído, a ratos un indolente. Sin embargo, puedo decir que gracias a que he tratado de no olvidar esta sombra, mi padre, arrebatado a la vida en la calle Argentina de Medellín, me ha ocurrido algo extraordinario: aquella tarde su pecho iba acorazado solamente por un frágil papel, un poema, que no impidió su muerte. Pero es hermoso que unas letras manchadas por los últimos hilos de su vida hayan rescatado, sin pretenderlo, para el mundo, un olvidado soneto de Borges sobre el olvido.
Fuente : Revista Letras Libres –
México Agosto 2009
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a Harold hay que creerle con beneficio de inventario como se expresan los abogados
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