domingo, 16 de mayo de 2010
Hotel Cervantes 2 -Montevideo
Historia de dos Cuentos
Por Vlady Kociancich
Clarín 10/02/94
Pese al manifiesto descrédito de la originalidad, la búsqueda de sospechosas coincidencias argumentales o temáticas entre escritores es todavía el oscuro goce de muchos. Bajo palabras enguantadas -influencias, símiles, paralelos- se esconde el filo de un deseo común a inteligencias toscas: hallar la imitación, el plagio. Que todos los grandes escritores sufran, en algún momento de su vida, esta frívola persecución, esta caza del zorro organizada por gente ociosa y extranjera, no mengua el entusiasmo de los cazadores ni la sorpresa del zorro. Inútilmente aducen los escritores su salvaje inocencia, clamando en el desierto que hay más zorros que los que encierra esta filosofía. Los ignorantes del oficio, incapaces de escribir una página con gracia, siguen rastreando las obras en busca de modelos y de imitaciones. (Y por supuesto, los encuentran. De la literatura, como de la vida, nadie tiene el copyright). Menos ilusos, ladrones de insignificancias, atentos al relato que los ocupa, los escritores desdeñan esta pasión detectivesca por un cruce de imaginaciones en el camino -no tan ancho ni tan largo como se supone- de los temas que conmueven al hombre.
Que la originalidad es parte olvido, parte genio combinatorio y también una dosis de azar, lo prueban las obras en cuya incontestable singularidad vemos una escena ya vista, asistimos a un accidente ya narrado, y nunca o solo vagamente percibimos una semejanza, deliberada o casual, tan poco importante para la emoción como los rasgos hereditarios de un huérfano. Solo el placer de la pedantería reconoce las Metamorfosis de Ovidio en los caprichos mágicos de Sueño de una noche de verano de Shakespeare. Salvo como truco de la memoria, ¿interesa que una página de Maupassant se filtrara en "El negro del Narciso", de Joseph Conrad? ¿Deslumbra menos "El Aleph" de Borges porque sigue las huellas de "El Cuento más Hermoso del Mundo" de Kipling?
Reflejos de una común identidad irisan la máscara bruñida de toda obra literaria. Nadie lo ignora. Tampoco dos autores argentinos, Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar. A ellos, sin embargo, estas livianas coincidencias un día se les dieron con creces. Escribieron dos cuentos idénticos.
"Un viaje" o "El Mago Inmortal", de Bioy Casares y "La Puerta Condenada" de Cortázar, narran la historia de un hombre que se aloja en un hotel y no puede dormir por las voces que oye en el cuarto vecino. Irritado al principio, luego desesperado, se resigna a comentar la acción que transcurre del otro lado del tabique. A lo largo de su desvelo, los sonidos adquieren realidad de hechos, las voces cuerpo y carácter, y el testigo insomne se ha enredado en la trama ajena. Finalmente descubre que la trama no existe, que en el cuarto de al lado había un único e imposible huésped.
Si ya la coincidencia argumental es rara (aunque cuartos vacíos y ocupantes fantasmas estén arraigados en la tradición de la literatura fantástica), la enrarece aún más la coincidencia en los detalles. Petrone, el personaje de Cortázar, y el "yo" narrador de Bioy, son (¡entre tantas profesiones a elegir!) comerciantes. Viajan a la misma ciudad, Montevideo (En el Vapor de la carrera), y están a punto de registrarse en el mismo hotel.
"A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros", dice Cortázar. "Juraría que al chauffer del taxímetro le ordené: "Al hotel Cervantes", se asombra el personaje de Bioy con inquietante perplejidad cuando el taxi se para frente al hotel La Alhambra. Del Cervantes apunta nostálgico: "Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino..." Y Cortázar: "El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se abría tristemente a un muro, a un lejano pedazo de cielo, casi inútil". La vista melancólica desde el cuarto de baño aparece en el comienzo de los relatos. También esta declaración del personaje de Bioy: "Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo".
Pero es la notable ausencia de magia lo que registran con los mismos ejemplos: el tedio de sus negocios, la grisura de la ciudad, diarios que compran y leen sin interés, paseos por el centro, las palomas. Incluso el cine que promete y frustra la ilusión de un refugio. (El personaje de Cortázar ha visto las películas y no entra, el de Bioy entra, ve una y lo desasosiega). Al aburrimiento se le sumará el cansancio. Y las voces nocturnas: el llanto de un niño y el arrullo de la madre despiertan a Petrone; al don Juan fracasado de Bioy le toca el castigo de una pareja que hace el amor estrepitosa, interminablemente. Uno se queja al gerente del hotel y le dicen que no hay ningún niño en el piso, que la mujer siempre ha estado sola. El otro se resigna al jaleo: sabe que no hay más cuartos libres. "Se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico" (Cortázar). "Salté de la cama para dar nudillos en la pared..." (Bioy). Cuando se hace el silencio, Petrone ahora el llanto del niño, el otro se halla "desvelado y extrañamente solo". Habían planeado una venganza para librarse de sus vecinos. En el cuento de Cortázar se ejecuta y la mujer abandona el hotel; en el de Bioy, se convierte en el humilde deseo de ver a la mujer de la pareja. Pero a través de la puerta condenada, vuelve a oírse el llanto del niño, y en "Un viaje o el mago inmortal", el envidioso insomne atestigua que en el cuarto vecino no hay ninguna pareja sino un anciano debilucho que se llama Merlín.
Este caso rarísimo ya no era una novedad en 1973, cuando Cortázar visitó Buenos Aires. Pero mucha gente lo ha olvidado, y otros seguramente ignoran las circunstancias casi literarias que rodean esa misteriosa escritura a dos manos. Porque contra la tradición de involuntarios plagios, los autores pudieron preguntarse cómo había sucedido. Contra la corriente de sus vidas -uno residía en París, el otro siempre en Buenos Aires- y contra una amistad distante, hecha de afectuoso respeto pero con escasos encuentros personales se vieron y hablaron de los caprichos del azar, que les había jugado una espléndida broma.
Desde todo punto de vista, los cuentos gemelos rechazaban una explicación. Paradójicamente, Bioy Casares, quien en su obra nunca abandona la fe en lo extraordinario, se negó a admitir otra razón que la casualidad. Cortázar, cuyos cuentos fantásticos tienden a exacerbar nerviosamente lo ordinario, era en cambio un creyente del orden en la magia, y sostuvo que en la coincidencia había un mensaje indescifrable, una tercera voluntad. Averiguar dónde y qué estaban haciendo cuando se les ocurrió la historia del viajante, mostró que antes de escribir ya coincidían: estaban solos, Bioy en un hotel de Portofino, leyendo a Dante, Cortázar, en una casa en un bosque de Francia, leía un libro sobre vampiros. Los dos sintieron una nostalgia de Buenos Aires que les pareció vergonzosa. Por pudor, qué argentinos, decidieron situar el cuento en Montevideo. Y así emprendieron el viaje imaginario en el vapor de la carrera, hacia el hotel Cervantes, hacia el cuarto fantástico. En 1973, Buenos Aires los reunió fugazmente para reírse juntos de un plagio sin plagiarios cuya impecable confección desmorona la suspicacia del más vigilante de los críticos. Ni Cortázar ni Bioy imaginaron que aquel encuentro fue también el último. Jamás volverían a verse.
La cita del Quijote que precede al relato de Bioy Casares parece comentar, con una precisión que estremece y deleita, la extraña historia de los "El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe".
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