sábado, 15 de mayo de 2010

Jorge Luis Borges - Matar al abuelito

por Juan Pablo Neyret
(Mar del Plata, café “Moka”, tarde del 14/9/99


Para el cronista, Sarmiento y Borges son indiscutiblemente los dos mayores escritores argentinos. El “Loco” Sarmiento (como le decían sus contemporáneos) nació muerto para las generaciones contemporáneas. Pero ¿y Borges? ¿Cómo evitar escribir siempre con Borges, como dijo Nicolás Rosa en El arte del olvido? Aquí, un intento simbólico de escribir sin Borges (cosa, a todas luces, imposible).

Al grupo “Oye, Borges” de Galerías Pacífico

Cuenta la anécdota que en una entrevista con una estudiante estadounidense que dedicó la mayor parte del tiempo a cuestionarle y enmendarle sus textos, Borges, sin perder su eterna compostura, acabó por decirle a modo de justificación: “¿Sabe qué ocurre, señorita? Yo a Borges no lo leo. Yo, a Borges, lo escribo”. El bochorno de la joven es lo de menos. La tautología a la que se vio (valga el oxímoron) compelido el escritor es la que nos sigue fiel como nuestra propia sombra. Si Goethe se preguntaba acerca del rol social del hombre de letras: “¿Para qué un poeta en tiempos difíciles?”, muchas veces nos hemos planteado nosotros, los escritores argentinos: “¿Para qué escribir existiendo Borges?”.

Don Jorge Luis, el amenazante padre

freudiano de la literatura

argentina del siglo veinte.>>

Cuando mi apócrifo hermano mayor Betto Lecuna me presentó ante Borges en el sexto piso de la calle Maipú como “un escritor de 18 años”, él sonrió y replicó “alguna vez, también tuve 18 años”. No había más intención que la ocasional gentileza, pero ya entonces mi lectura de sus palabras era otra: yo no podía decirle que alguna vez también fui Borges, ni que difícilmente llegaría a serlo.

Me dirán que no hace falta ser Borges, ni nadie excepto una mismo, pero estimo que en la Argentina no hay otra manera de aspirar a lo que todo escritor más o menos secretamente aspira: que sea su obra la que se rescate primero del incendio de una biblioteca, la que se lleve a la maniquea isla desierta, la que venza, como decía Hamlet (y refrendaba Borges) el “ultraje del tiempo”. Esta sensación de impotencia literaria era la que afloraba ante la certeza de que, en el mismo momento que nosotros garrapateábamos borradores, en su departamento Borges dictaba otro poema, otro cuento, otro ensayo. La inhibición se hacía más tangible al verlo hecho de carne y hueso caminando por Florida o por el Boulevard Marítimo sabiéndolo inmerso en su mundo inalcanzable.

La necesidad del parricidio cubrió a la literatura argentina y no por otra razón Jorge Asís lo ridiculizó haciéndolo mear en Flores robadas en los jardines de Quilmes, o Ricardo Piglia lo condenó en Respiración artificial a ser el mejor escritor del siglo diecinueve. Era imprescindible matar a Borges, librarnos de su intolerable presencia. Confieso que llegué a pensar que cuando escribió que no hay hombre alguno que no corra el albur de ser el primer inmortal, estaba refiriéndose a sí mismo. Y, cuando el domingo 14 de junio de 1986 (el único día que no hubo partidos por el Mundial de fútbol) murió en Ginebra, experimenté una gran melancolía pero también un alivio que, con los años, se me fue volviendo cada vez más inútil. Porque, como escribió ese día Ignacio Zuleta, sí era cierto que había fallecido el último exponente de la simbiosis decimonónica hombre-literatura. Por fin había acabado su vida, pero no su obra. Y resulta que eran (son) la misma cosa.

Maestro de las paradojas, él, que con sinceridad se jactaba de los libros que había leído más que de los que había escrito, nos legó una obra que sólo puede leerse como un único y gran libro, y que nos hace depositarios del privilegio (peor: de la inevitabilidad) de leer por encima de escribir. Borges es su obra completa, que, por otra parte y al mismo tiempo, fundó el concepto y la práctica de la navegación que hoy se le atribuye a la Internet. La obra de Borges, la obra-Borges, se bucea, hace imprescindible empaparse en ella, con ella, es un mar al que se ingresa por cualquier punto, y por cualquiera de sus puntos (se) estará bien.

Los escritores podrían dividirse en tantas clases como lo permitiese el idioma analítico de John Wilkins, pero los resumiré en dos grupos. Uno, donde en mí reina Cortázar, aquél de los que llevan, incitan, obligan a escribir. Otro, en el cual se inscribe Borges, el de aquéllos que abortan el deseo de la propia escritura. Aunque ambos por igual terminen siendo nocivos, porque o bien termino escribiendo pero como Cortázar o bien desisto de escribir. Borges decía que un gran escritor crea a sus predecesores y, de algún modo, los justifica. Le faltó aclarar (diría alguna estudiante norteamericana) qué hace con sus sucesores.

Sin embargo, también aquí afortunadamente impera la paradoja. La misma sensación que Borges me producen Shakespeare o Quevedo, dos de sus escritores preferidos, pese a los cuales, y a su inclinación por la lectura, no dejó de escribir. Borges siempre lamentó no haber escrito los versos que ya habían logrado Whitman y San Francisco (cf. “Mateo, XXV, 30” y “Otro poema de los dones”), y quizá ése sea su legado: “el resignado aprendizaje / de una empresa infinita”, que, en este caso, llamaremos literatura.

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