Cuando alguien se dedica a estudiar la filosofía política de alguien más, debe uno sospechar que el estudioso en cuestión no tiene una filosofía política propia y quisiera tener alguna o, si la tiene, que quiere aprovechar la obra de quien estudia para hacer proselitismo a favor de la suya. Esto es lo que pienso luego de haber leído varios artículos acerca de la filosofía política de Jorge Luis Borges.
A lo largo de su vida, Borges miró la política con desdén. De ello dan cuenta varias reseñas y entrevistas donde no ocultó su desprecio por ciertos entusiasmos y vanidades tales como el cultivo del apoyo popular a una causa o a una persona. Se declaró anarquista varias veces, amigo de la ausencia de gobierno o, a lo sumo, del gobierno mínimo. Esta última declaración la han interpretado algunos liberales como una rúbrica de su credo anti-distributivo. Creo que se trata de una opinión honesta y que persistir en ella se justifica si uno cree que la honestidad es la única virtud.
En materia de opiniones, Borges dijo muchas cosas y quizá sonreiría al ver el esfuerzo de tantos de sus intérpretes haciéndole decir muchas más. En 1976, el ya célebre escritor afirmó que dos siglos de dictadura prepararían a la humanidad para el advenimiento de una civilización que prescindiera del gobierno. En 1983 escribió que la democracia argentina había refutado “espléndida y asombrosamente” su opinión según la cual la democracia es un abuso de la estadística. Persistió, sin embargo, en su creencia de que los gobiernos, la justicia y los códigos seguirán siendo males necesarios hasta que todos y cada uno de los seres humanos fuese justo.
Ideólogos y académicos usan la obra de Borges para hacer de ella una glosa de sus opiniones: las de Borges y las suyas. A la suma de la confusión contemporánea, con sus hábitos escolásticos, han querido añadir claridad, orden y sistema. Pero, ¿es cierto, como parecen sostenerlo algunos, que Jorge Luis Borges nos ha legado de forma esotérica una filosofía política?
Antes de entrar en esoterismos, los críticos harían bien en procurar comprender todo aquello que el autor expresó exotéricamente; los tour de force intelectuales podrían estar precedidos por lo que puede leerse sin esfuerzo. Empero, los cultores del borgismo político, quienes hasta ahora forman una secta incipiente, han preferido agolpar en sus textos sentencias prístinas e interpretaciones oscuras, a despecho de opiniones que quizá encontrarían chocantes. Por ejemplo, en el ensayo “Sobre Oscar Wilde”, en Otras Inquisiciones, hay líneas que harían sonrojar a varios proselitistas contemporáneos:
“Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. The Soul of Man under Socialism (El Alma del Hombre bajo el Socialismo) no sólo es elocuente; también es justo.”
En un ambiente donde ciertas palabras suscitan abominables conjuros, es preciso aclarar que el socialismo de Wilde no tiene nada que ver con la dictadura del proletariado. Se trata más bien de una profesión de fe en los poderes creativos del ser humano cuando se lo libera de la interferencia del miedo y del hambre que artificialmente han creado muchas de nuestras instituciones. Wilde, en todo caso, no escribió esta obra para producir escándalo sino para meditar sobre una alternativa a una escandalosa forma social de vida.
Si nos atenemos a la cita anterior, Borges se tomó en serio lo que Wilde escribió acerca del socialismo. Muchos de nosotros podríamos hacer lo mismo. Solamente sería necesario dejar a un lado bastantes prejuicios, una condición heroica en muchos casos. Esto último puede considerarse como evidencia de que la democracia no es posible o, al menos, que todavía no lo es. También puede tomarse como una circunstancia que valida una opinión de Borges con respecto a otra, por lo menos por algún tiempo. Antes de sacar conclusiones definitivas, en discusiones de este cariz siempre puede uno replicar con un verso de Whitman: “¿Me contradigo? Muy bien, pues, me contradigo. (Soy inmenso, contengo multitudes.)”
Este es un buen lugar para hacer referencia a la obra de Borges, en todo lo que en ella hay de invitación al conocimiento de lo esotérico. Son muchas las líneas que transpiran escepticismo hacia todas las identidades, así como hacia las oposiciones que ellas generan. El lenguaje, que hace a nuestra consciencia prisionera de las unas y de las otras, Borges lo convierte en instrumento para aludir a lo inefable.
El encanto de su prosa y de su poesía depende en parte de una tesis metafísica. La magia de sus letras se desvanecería si contáramos con artefactos que nos permitieran comprobar cuál es el orden del universo y cuál nuestro lugar en él. Nos queda, sugiere Borges, el recurso a la cábala, a la alquimia y también a la literatura. Quizá sea cierto, entonces, como afirma Antonio, que el mundo no es sino el mundo: un escenario en el cual cada uno interpreta su rol, siendo el suyo uno bastante triste. No es improbable, sin embargo, la conjetura de los físicos que creyeron, y que todavía creen, que el universo es un mecanismo, que sus engranajes son tan firmes como los de un reloj o que el lenguaje en el que está escrita la naturaleza es el de las matemáticas.
Ciencia y literatura pueden ser leídas desde el punto de vista de quien busca razones para negar el libre albedrío. Sería suficiente subrayar que, en lo que respecta a todos los asuntos exteriores, el determinismo es una cosa innegable. Pero en lo que respecta a la vida íntima, Borges no le reconoce derechos al hado. Pericles y otros helenos antiguos afirmaron que cada quien tiene que asumir con firmeza de ánimo todo lo que el destino le ha deparado. Con no menos entereza, le corresponde a cada uno sobreponerse a los embates de su turbulencia interior. A Kierkegaard lo conmovió la fe de Abraham; a Borges la confianza más personal de Job, el amor de Spinoza, la ardua tarea de Raskolnikof o el valor de aquellos en quienes todavía resuena la carga del Coronel Suárez, vencedor en Junín. (Esta lista es, desde luego, incompleta. Poco importa. Borges habría sancionado el afán de completud atribuyéndole el vicio de la desmesura. Gödel lo hizo al demostrar que su objetivo era imposible.)
Un escritor en Ravena despierta, tal vez con resignación, a la vigilia de su propia simplicidad; otro escritor en Buenos Aires se abandona al vértigo de un punto que contiene todos los puntos y se regocija luego al saber que lo ha trabajado el olvido; un sacerdote que forjó en su sueño una criatura alcanza entre el fuego a reconocerse él mismo, al fin, como la criatura de otro soñador. Las formas cambian, pero el tema es el mismo. Es posible que en un sueño, en un instante, en el momento mismo de la muerte, el misterio nos sea por fin revelado, pero siempre es imposible traducirlo en símbolos o palabras. No nos es dable transponer el conocimiento más profundo a la escala de todo lo que tiene el signo de lo perecedero. Del mismo modo, quizá, está fuera de nuestro alcance resolver la aporía de la responsabilidad individual y del rigor determinista. Caminamos a tientas, casi ciegos, mientras deviene familiar todo lo que nos alegra y lo que nos mortifica.
Para enfrentar el destino y alcanzar la sabiduría, los taoístas predican la no-acción. El Bhagavad Gita enseña, por el contrario, la virtud del desapego gracias a la acción, no a pesar de ella. El entorno literario del Gita es el mismo que el de los cuentos de Borges. Para refrendar esta afirmación, un apólogo pudo haber afirmado que es un mero accidente que este clásico hinduista haya sido escrito hace más de cinco mil años. Lo que importa es que en un instante Krishna le revela a Arjuna una doctrina que puede requerir una vida entera en ser comprendida, que la metáfora es la lucha y que la alegoría del espíritu es la batalla. La llanura es la misma, pero ahora es Juan Dahlmann el nombre de quien empuña el arma.
Lo decisivo, si se me permite hablar en tautologías, es la resolución. Lo verdadero es lo ético y en su gesto también resplandece lo que es digno de ver. ¿Estamos a la altura de nuestro deber, de la tarea que nos corresponde? Quién sabe; cada uno lo sabrá llegada su hora. ¿Nos aterra lo insondable? ¿Nos corroe la falta de reconocimiento? ¿Nos ha ablandado demasiado la comodidad? Si hay alguna filosofía en la obra de Borges es acaso la de quien asume estas preguntas más allá de los vaivenes de los gobiernos, los partidos y las opiniones. Pero esa es la filosofía de Borges. ¿Cuál es la tuya? ¿Cuál es tu filosofía política? ¿Qué significan para ti la verdad, la ética y la estética en la política?
Fuente : El Espectador.com
Juan Gabriel Gómez Albarello
28 de juniode 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario