Por Enrique Medina
Borges paga y el taxista le pregunta si necesita ayuda para
descender. Responde que no, el escritor; tantea la manija y consigue abrir.
Picotea con el bastón y se da cuenta de que el cordón de la vereda no está
cerca. Maldice, entre dientes. Como el asiento es flojo y más bien bache que
inflado cojín, debe hacer fuerza para erguirse y salir del pozo en el que está
como chupado por una acaroinada sopapa de baño público. Exigiéndose, toma
envión y, pum, se golpea en el marco de la puerta. No mucho, pero lo suficiente
para volver a maldecir (ni insultar, ni putear, aunque está cerca). Alcanza la
vereda. Se toca la cabeza para verificar algún resultado, sangre o chichón.
Nada, todo bien, por suerte, salvo el dolor. El taxista se extiende por el
respaldo de su asiento y cierra la puerta puteando a estos viejos de mierda.
Borges, entre brumas, da los pasos ineludibles y choca con una fila de personas
que discuten de fútbol. Consigue que una señora lo escuche y le confirme que
sí, que un poco más allá está la Gerencia Operativa de Asuntos Previsionales del
Gobierno de Buenos Aires. Agradece y se lanza a la aventura de acertar la
puerta apropiada. Tras soportar varios choques y empujones de transeúntes que
jamás agarraron un libro, logra ingresar al recinto deseado. Tenues colores y
bultos sin forma se entrecruzan con voces equidistantes. “¿Qué busca?”, le
pregunta alguien con tono de mando. Sorprendido, Borges balbucea una respuesta
pobre. ¡Saque número!, le ordena el poste de alambrado. El pregunta “¿dónde?”
“¡Allí, ¿no ve los papelitos con números?!”. Por la orientación que el mal
aliento le indica, el poeta alcanza el objetivo. Pero parece que hay varias
opciones. Por suerte una mujer (siempre la mujer, tan precisa y tan necesaria)
le explica que los papelitos verdes son para determinados trámites y los azules
para otros. Borges prefiere el azul, pero la mujer le dice que para lo suyo le
corresponde el verde. Un señor se levanta y le cede el asiento. El agradece, se
acomoda y apoya las manos en el vertical bastón; muestra el papelito y pregunta
qué número le tocó. Se lo dicen y lo repite para memorizarlo. No los ve, pero
conjetura la pasividad de quienes lo rodean. Sólo falta un patíbulo y que todos
aplaudamos, piensa. Transcurrido el tiempo acostumbrado en estas circunstancias,
cantan su número. Lo ayudan. Gracias al sustento del bastón evita irse de
bruces al resbalar una grada. Llega a la mesa conveniente y le piden que se
siente. El dice que viene a hacer la supervivencia y entrega el DNI. La persona
que lo atiende le pregunta: “¿Qué es lo suyo?”. Borges no sabe si decir
jubilación o beneficio, duda; entonces, antes de que pueda responder, el otro
le inquiere:
–¿A qué se dedica?
–Escribo, gané un premio; cobro una mensualidad.
–¿Trajo el comprobante de supervivencia?
–¿Cómo? En las otras oficinas no me pedían nada, sólo el
DNI.
–Eso era antes. Ahora hay que ir a la policía, pedir el
comprobante de que usted está vivo y traerlo acá.
–Pero le acabo de entregar mi DNI. Y usted me está viendo.
–Falta el comprobante. Si no me lo trae no le puedo hacer la
supervivencia. Y se va a joder porque no le depositarán la guita.
–No entiendo. Si yo no estuviera vivo no podría estar
hablando con usted.
–Mire, no me haga perder tiempo, hay mucha gente para
atender. Si no me trae el comprobante de supervivencia de la policía, usted
para mí está muerto.
Borges duda. Abre la boca para ganar tiempo y pretextar
algo, pero el empleado le repite: para mí, usted, está muerto. Algo confuso,
más bien asustado porque ya se ve apretado en el ataúd, Borges trata de ordenar
su repentino desorden interior; pero como no parece conseguirlo, resuelve
enfrentar la situación con orgullo y le pide al robot si le puede hacer el
favor de anotarle en un papel unas líneas para no olvidarlas. El otro, fastidiado,
bufando, le dice que bueno, dígame. Y Borges le dicta:
–Hay un perfume a libro con madera. Todos, por gusto o
complacencia, o a la fuerza, nos rendimos al punto de dejarnos quebrar la
voluntad. Y un día cualquiera nos convertimos en esclavos de quien,
supuestamente, nos jura amar.
Mirándolo con la cara, Borges indica con un efímero gesto
que eso es todo, y extiende la mano para obtener el papel. El empleado se lo da
preguntándole:
–¿Para qué es?
–Para escribir un cuento... Sólo un cuento de ciencia
ficción sobre la supervivencia. Gracias.
Fuente : Pagina 12
Miércoles, 22 de mayo de 2013
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