Un conquistador, militar y emperador famoso, que a su vez
fue un escritor frustrado, le proporciona un tema a otro narrador, que era un
hombre pacífico, tranquilo y refugiado en la biblioteca
En abril de 1789, el subteniente de artillería Napoleón
Bonaparte escribió en el cuartel de Auxonne, donde estaba asignado, una
narración corta titulada Le Masque Prophète (La máscara profeta). Ambicionaba
ser escritor.
Se trataba de un falso profeta. Sin saberlo, prefiguró a uno
similar con el que tuvo que enfrentarse como conquistador de Egipto diez años
más tarde. El mahdi que sufrió el general Bonaparte llamó a la Jihad, recorría desnudo el
delta del Nilo, se alimentaba solamente de la humedad de la leche en sus
labios, y prometía a sus seguidores que las balas de los franceses caerían a
sus pies sin tocarlos. Sólo que las balas alcanzaron en pleno rostro a los
incautos que creyeron en el supuesto descendiente de Mahoma, los franceses
terminaron con la sedición pero el mahdi desapareció y nunca fue encontrado.
Aseveraba Napoleón en su noveleta: “En el año 160 de la Hégira, Mikadi reinaba en
Bagdad. (…) Temido y respetado por sus vecinos, hacía florecer las ciencias y
acelerar el progreso, cuando la tranquilidad fue alterada por Hakem, quien,
desde el fondo del Korassan, comenzó a procurarse seguidores provenientes de
todas las partes del Imperio. Hakem (…), de alta estatura, se decía enviado de
Dios; preconizaba una moral pura que complacía a la multitud; la igualdad de
rangos y fortunas era el texto ordinario de sus sermones. El pueblo se colocaba
bajo su mando. Hakem tuvo un ejército. El califa y los grandes comprendieron la
necesidad de sofocar una insurrección tan peligrosa; pero sus tropas fueron
vencidas muchas veces, y Hakem adquiría cada día una nueva preponderancia. No
obstante, una enfermedad cruel, consecuencia de las fatigas de la guerra,
arribó para desfigurar el rostro del profeta. Ya no era el más bello de los
árabes. Sus rasgos nobles y severos, sus grandes ojos llenos de fuego estaban
desfigurados; Hakem había enceguecido. Este cambio hubiese podido apagar el
entusiasmo de sus partidarios. (…) Convenció (a sus seguidores) con que si
llevaba la máscara era para impedir que los hombres fueran cegados por la luz
que salía de su figura”.
En 1935, Jorge Luis Borges incluyó su relato El tintorero
enmascarado Hákim de Merv en Historia universal de la infamia. Comienza Borges:
“Si no me equivoco, las fuentes originales de información acerca de Al Moqanna,
el Profeta Velado (o más estrictamente, Enmascarado) del Jorasán, se reducen a
cuatro: a) las excertas de la
Historia de los jalifas conservadas por Baladhuri, b) el
Manual del gigante o Libro de la precisión y la revisión del historiador
oficial de los Abbasidas, ibn abi Tair Tarfur, c) el códice árabe titulado La
aniquilación de la rosa, donde se refutan las herejías abominables de la Rosa oscura o Rosa escondida,
que era el libro canónico del Profeta, d) unas monedas sin efigie desenterradas
por el ingeniero Andrusov en un desmonte del Ferrocarril Trascaspiano”.
Sin duda, Borges leyó el “original” de su texto: el del
joven Napoleón, de 19 años. Hakem se convierte en Hákim, Korassan (en francés)
es Jorasán. Donde Napoleón dice “en el año 160 de la Hégira”, Borges le quita cuarenta:
“A los 120 años de la Hégira
y 736 de la Cruz,
el hombre Hákim, que los hombres de aquel tiempo y de aquel espacio apodarían
luego El Velado, nació en el Turquestán.”
Con la división dentro del relato que tituló El profeta
velado, la referencia a lo escrito por Bonaparte es directa. Y con anterioridad
a esta parte, Borges dice: “Alguien había traído un leopardo —tal vez un
ejemplar de esa raza esbelta y sangrienta que los monteros persas educan. Lo
cierto es que rompió su prisión. Salvo el profeta enmascarado y los dos
acólitos, la gente se atropelló para huir. Cuando volvieron, había enceguecido
la fiera. Ante los ojos luminosos y muertos, los hombres adoraron a Hákim y
confesaron su virtud sobrenatural”.
Continúa el escritor argentino argumentando que el
historiador oficial de los Abbasidas narra sin entusiasmo los progresos de
Hákim el Velado en el Jorasán, una provincia que “abrazó con fervor la doctrina
de la Cara
Resplandeciente y le tributó su sangre y su oro”.
Lo que fundamentalmente difiere entre ambos, es el fin de
Hakem/Hákim. En el cuento de Napoleón, tras una derrota propinada por las
tropas del califa, fue asediado y Hakem se inmola junto a sus últimos fieles
por medio del fuego. Solamente sobrevivió la amante de Hakem. En el relato de Borges,
los partidarios comienzan a sospechar que el profeta enmascarado no es sino un
leproso, y cuando lo constatan, lo atraviesan con lanzas. Pero, también como en
Napoleón, el final del falso profeta ocurre cuando es asediado “por el ejército
del jalifa”, escribe Borges. Y si para Napoleón, la amante de Hakem fue la
única sobreviviente entre los sectarios, para Borges es una mujer adúltera del
harén la que, al ser estrangulada por los eunucos, grita que a la mano derecha
del profeta le faltaba el dedo anular y que carecían de uñas los otros. Lo cual
indicó la pista de la lepra.
Puede considerarse que lo escrito por Borges, a partir del
original de Napoleón, es otro ejercicio intertextual suyo. Eso sí, el relato
borgiano es notablemente mejor que el del joven Bonaparte, en quien se siente
una cierta prisa, o algunas frases muy radicales, como esa de “la igualdad de
rangos y fortunas” u otra que apunta al “ furor de la ilustración”. Lo que no
puede determinarse es si a su vez Napoleón realizó otro “ejercicio
intertextual”, lo que en su época no se denominaba así. O sea, es probable que
se haya basado en el texto de otro autor, o en varios, y lo haya acomodado a su
guisa. (Tampoco puede descartarse que haya sido un producto de su sola
imaginación, porque le gustaban esos inventos fantasmagóricos de máscaras y
velos).
Preferiría conjeturar, sin embargo, que Borges no leyó lo
escrito por el entonces teniente de artillería. Porque así, el tema de la
asombrosa concordancia, más borgiano no puede ser: los textos y sus variantes
que se contienen en uno solo.
Hay, no obstante, una huella que sugeriría que Borges sí
leyó el relato de Napoleón. Es la del escritor francés León Bloy (1840-1917).
La deuda de Borges con Bloy era grande. En el prólogo a
Artificios (que forma parte de Ficciones, 1944), lo menciona en su corta lista
de siete autores a los que siempre releía. Con posterioridad, le dedicó el
ensayo El espejo de los enigmas (en Otras inquisiciones, 1952).
Borges parte de que el pensamiento de la Sagrada Escritura
posee un valor simbólico, además del literal, el cual “no es irracional y es
antiguo”. La “historia del universo”, que incluye “nuestras vidas y el más
tenue destello de nuestras vidas”, tiene un “valor inconjeturable, simbólico”,
el cual no es un “trecho infinito”: “Muchos deben haberlo recorrido; nadie, tan
asombrosamente como León Bloy”.
Según Borges, Bloy “no imprimió a su conjetura una forma
definitiva”, pero ésta se desprende en “versiones o facetas distintas”. Son
seis (y no espera agotarlas, advierte). La sexta es la de 1912, con El alma de
Napoleón (libro de Bloy que inspiró el filme de Abel Gance), “cuyo propósito es
descifrar el símbolo Napoleón (cursivas de Borges), considerado como precursor
de otro héroe —hombre y simbólico también— que está oculto en el porvenir.”
Borges cita dos pasajes de Bloy. Retengo un fragmento de uno: “La historia es
un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los
versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es
indeterminable y está profundamente escondida”.
Si se cambia historia por literatura en la frase de Bloy, el
sentido borgiano es cabal. Alguien como Napoleón, quien, pese a que algunos
entusiastas lo catalogaron el mejor escritor francés del siglo XIX por la
concisión de sus proclamas al ejército, no fue sino un escritor frustrado, le
proporcionó un tema casi íntegro a un Jorge Luis Borges.
Fuente : Canasanta.com
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