Desde hace tiempo he pensado en redactar de cada curso
impartido unos apuntes que hagan patente el trabajo desarrollado durante el
semestre y que, al mismo tiempo, me obliguen a escribir sobre la materia. Hasta
ahora, de esta idea no he realizado sino esquemas —para mí imprescindibles en
cada curso— y borradores de algunos puntos del programa. Pero me doy cuenta de
que si logro mi propósito, lo escrito tendrá más la función de una memoria que
la finalidad de ser usado en la siguiente ocasión, porque observo la marcada
diferencia que hay entre un curso y otro en una misma asignatura, pues los
cursos tienen un programa común, pero están separados ya por un año o por
solamente algunas horas cuando corresponden a turnos diferentes del mismo
semestre; cursos, en fin, en que los alumnos de uno y otro horarios hacen la
diferencia.
La labor docente puede ser ampliamente innovadora, para que
sea así requiere de no poca dedicación —aunque en la perspectiva de los
administradores lo que parece tomarse en cuenta es sólo el tiempo pizarrón—. La
consideración de este aspecto me motivó también a tomar el lápiz y el papel
para escribir estas deshilvanadas líneas sobre la crítica literaria o, mejor,
sobre la actitud crítica de Jorge Luis Borges: actividad y actitud que practicó
desarrollando sus fecundas posibilidades. Ahora, me obliga a escribir no ya los
apuntes del curso, sino algunas observaciones sobre la constante actitud
crítica de Borges, de la que poco se habla explícitamente, pero que, a mi
parecer, se distingue precisamente por su fuerza innovadora. No me refiero aquí
únicamente a lo que conocemos como su obra propiamente de crítica literaria;
hago mención de algo más que podemos llamar su continua disposición a la
perspicacia, que lo mueve a sortear el oportunista trasplante de posturas y
procedimientos prestigiosos, para alcanzar, en cambio, nuevas perspectivas que
son originales en él porque proceden de una necesidad interna. Me refiero a su
probada capacidad de penetración que lo encamina al discernimiento y a la continua
creación y experimentación de nuevas posibilidades que causan desconcierto en
las consignas arbitrarias del poder cultural.
I
En sus libros Discusión y Otras inquisiciones, Borges nos
muestra la vitalidad de la crítica que no se limita a una labor ancilar y que
no es considerada como un simple a posteriori de la creación. En estos libros
establece disidencias, fomenta la confrontación y el diálogo y se arriesga a
abrir otros caminos posibles porque no acepta el cómodo, partidario y repetido
uso de ciertas modalidades consagradas de escritura. Su continua actitud
inquisitiva se explica, en parte y con relativa facilidad, por su experiencia
vivida en otras sociedades y culturas que le impidieron enaltecer a una de
ellas sobre las otras, aunque se tratara de su cultura originaria. Cuando
Argentina se vio urgida de definir una supuesta identidad nacional e intentó
hacer del Martín Fierro y de la sociedad patriarcal del siglo XIX el prototipo
de la esencia nacional, Borges se opuso a este proyecto y objetó la
caracterización épica de la obra; ofreció nuevas interpretaciones de ella y
deslizó sutilmente la insinuación de que los géneros literarios no están
exentos de filtraciones ideológicas. También sabemos que Borges se decía
argentino, pero en "Funes el memorioso" considera esta distinción
como lamentable y no le atribuye mérito alguno: "El parecer de un mero
aficionado argentino vale muy poco", dice en otra parte (Borges, 1980, II:
505).
En sus escritos encontramos de manera recurrente e incitante
cierto asomo de desarraigo y desapego, disposición que busca resaltar su visión
discrepante o, por lo menos, complementaria de algo que se pretende concluido y
definitivo. En el mundo de las letras se conviene usualmente en que el
escritor, en general, escribe desde un espacio, y al hacerlo, escribe al mismo
tiempo ese lugar; en la escritura a la que estamos más acostumbrados se trata
de algo que —como el onphalos joyciano— está más bien dentro del sujeto, es el
lugar que para el escritor se ha vuelto paradigma del mundo y por eso mismo
impregna lo escrito, voluntaria o involuntariamente, con su sabor peculiar. Ese
lugar se escribe, por decirlo así, a través del escritor, modelando su
lenguaje, sus imágenes, sus conceptos. Ese lugar tiene que ver con los sitios reales
en los que, por razones complejas, lo empírico constituye los modelos decisivos
de lo imaginario. Pero ese "empírico" es en Borges algo cuestionable
y poco definido; sus escritos no nos delatan un lugar; por el contrario,
acrecientan nuestra curiosidad; y tanto sus ficciones como el resto de sus
obras no permiten que el lector quede atónito en la contemplación de algo
definido. En Borges toda construcción literaria es acentuada como subjetiva por
realista que ésta sea; ello sucede, tal vez, como reacción a la tendencia
dominante de contraponerla a la realidad objetiva. La lectura de su obra nos
mueve a pensar que el rechazo común a todo elemento ficticio en cualquier
proposición no consolida necesariamente nuestros conocimientos ni constituye un
criterio de verdad, puesto que el concepto mismo de verdad es incierto e
inestable, al igual que las distinciones y las clasificaciones a las que somos
tan propensos, no obstante que, en la práctica, todo intento de clasificación y
de definición nos resulte limitado, porque lo que logramos no es más que un
pequeño avance en el esfuerzo de poner orden en el mundo; no es más que el
intento paradójico de etiquetar y de encasillar lo que se puede dar de menos
tangible y organizable como la escritura del deseo, de la imaginación y de lo
no racionalizable. Sin embargo, uno de los ejercicios preferidos de la crítica
tradicional no deja de ser la definición de lo indefinible, casi siempre
formulada negativamente en relación con un concepto universalmente aceptado de
realidad y de normalidad.
Permítaseme aquí una digresión sobre lo que parece ser un
punto central en la concepción borgesiana de la narración. A lo largo de su
producción, Borges busca contradecir sistemáticamente todo intento de
no-ficción cuya especificidad se basa supuestamente en la exclusión de todo
rastro ficticio. En su concepción de narración hay un rechazo abierto de la
visión acabada y clara del acontecimiento, de la causalidad natural y de la
plena inteligibilidad histórica que caracteriza al realismo; aun en los casos
en los que la intención de veracidad parece clara y los hechos son narrados con
rigurosa exactitud, éstos no dejan de ser narrados en sus escritos por alguien
que, cuando no se trata de narración testimonial, se apoya en lo que otros han
dicho y, con ello, se desdibuja la objetividad pretendida, ya sea por la
propensión de las fuentes a lo imaginario, ya sea por la heterogeneidad de los
criterios interpretativos o ya sea por las turbulencias de sentido propias de
toda construcción verbal.
No podemos soslayar que en la dicotomía a la que está
acostumbrada nuestra época, en la que se atribuye la verdad al campo de la
realidad objetiva y, en contrapartida, se da a la ficción la dudosa
calificación de lo subjetivo, persiste el problema central de la
indeterminación que hallamos no sólo en la ficción relegada al terreno de lo
inútil y lo caprichoso, sino también en la supuesta verdad objetiva y en los
géneros que pretenden representarla. Por esta razón es admisible la versión de
que Borges escribió ficciones para sugerir, entre otras cosas, que éstas son
también un medio para tratar la complejidad de lo "real". Optó por la
ficción justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la
experiencia humana, complejidad que si es limitada a lo verificable implica su
reducción abusiva y su empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable,
la ficción multiplica al infinito las posibilidades de su tratamiento.
II
En las primeras palabras del prólogo a la clásica Antología
de relatos fantásticos, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares señalan que
"viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las
letras" (1987: 5). Con esta frase y las que le siguen, los dos autores
ponen en relieve la importancia de la fantasía, e insinúan que el estatuto de
las mismas obras llamadas realistas no es otro que la ficción, porque se trata
de la construcción de mundos tanto más fantásticos cuanto más miméticamente
perfectos; no es sino la invención de caracteres que nunca han existido; no es
más que la ideación de historias imaginarias, aunque éstas se originen en la
experiencia. Algo no muy distinto dice Borges en relación con lo que comúnmente
aceptamos como la realidad. En La penúltima versión de la realidad afirma que
"Frente a la incalculable y enigmática realidad, no creo que la mera
simetría de dos de sus clasificaciones humanas baste para dilucidarla y sea
otra cosa que un vacío halago aritmético" (Borges, 1980, I: 130). Esto lo
dice Borges en relación con un libro que pretendía explicar y clasificar la
vida. Al tono acertivo del libro, Borges opone una actitud dubitativa que lo
lleva a declarar lo siguiente.
Creo que una
observación elemental, aquí es permisible; la de lo sospechoso de una sabiduría
que se funda, no sobre un pensamiento, sino sobre una mera comodidad
clasificatoria, como lo son las tres dimensiones convencionales. Escribo
convencionales, porque —separadamente— ninguna de las dimensiones existe:
siempre se dan volúmenes, nunca superficies, líneas ni puntos. (Borges, 1980,
I: 129)
En Borges la actitud crítica es persistente: siempre está
abierto a otras posibilidades que, a su vez, generen nuevos interrogantes. Su
actitud es de continua incursión en ámbitos que se presumen conocidos y
dominados por el entendimiento y por el estudio de las autoridades en la
materia. Algunos títulos de sus ensayos críticos son, en este sentido, de sobra
elocuentes y lo que en ellos se alcanza no es una solución sino algo que puede
ser discutido y rebatido. La crítica de Borges no da a sus propuestas patente
de verdad absoluta y las ofrece como medio para renovar nuestro ejercicio de
lectores, invitándonos a traspasar los simples límites asignados a la obra en
cuestión. Borges rehúye la función del maestro que nos facilita el acceso a la
obra, no acepta la labor de quien nos hace fácil el diálogo con ella y parece
más bien solazarse abandonándonos para que sigamos solos nuestra relación con
el texto, rehúsa la crítica sabia que nos es cómoda porque nos dice todo.
Borges no nos induce al arrobamiento de la construcción teórica ni nos
introduce en los campos de la abstrusa y erudita terminología: nos mueve a la
búsqueda de una nueva visión, pero no para consagrarla sino para interrogarla
de nuevo.
En Borges todo pasa por su tamiz; en su proceder no hay
supuestos intocables, así puedan ser éstos resoluciones de las cumbres más
excelsas: si en la Biblia
"Dios dicta, palabra por palabra, lo que se propone decir, esa premisa
hace de la escritura un texto absoluto", dice Borges, pero ante ella se
pregunta "¿Cómo no interrogarla hasta lo absurdo, hasta lo prolijo
numérico, según hizo la cábala? (Borges, 1980, I: 146).
Ante las figuras destacadas del pensamiento humano que han
trazado derroteros de vigencia más o menos prolongada, Borges es más
inquisitivo y hasta cáustico. En las líneas finales de La penúltima versión de
la realidad, título que por cierto es indicativo, Borges cuestiona la visión
común y considerada natural del espacio. Ante esa concepción discurre de la
siguiente maner
Vuelvo a la
consideración metafísica. El espacio es un incidente en el tiempo y no una
forma universal de intuición, como propuso Kant. Hay enteras provincias del ser
que no lo requieren; las de la olfación y audición. (Borges, 1980, I: 132
En seguida, recuerda al lector lo ya dicho por Spencer a
este propósito
Quien pensare
que el olor y el sonido tienen por forma de intuición el espacio, fácilmente se
convencerá de su error con sólo buscar el costado izquierdo o derecho de un
sonido o con tratar de imaginarse un olor al revés. (Ibid.)
Entonces, Borges reformula su recurrente opinión de que es
difícil decir algo nuevo, porque casi todo ha sido ya dicho; señala que en
relación con el espacio "Schopenhauer, con extravagancia menor y mayor
pasión había declarado ya esa verdad" (Borges, 1980, I: 132). Sin embargo,
a lo ya dicho Borges no resiste poner su granito de arena, como queriendo
indicar con ello que lo ya dicho no es que se repita de manera inobjetable y
definitiva; por el contrario, se dice de nuevo pero con algún agregado o
modificación que lo mantiene válido. A lo dicho por Spencer y Schopenhauer,
Borges añade
Quiero
complementar esas dos imaginaciones ilustres con una mía, que es derivación y
facilitación de ellas. Imaginémonos que el entero género humano sólo se
abasteciera de realidades mediante la audición y el olfato. Imaginémonos
anuladas así las percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que
estas definen. Imaginémonos también —crecimiento lógico— una más afinada
percepción de lo que registran los sentidos restantes. La humanidad —tan
afantasmada a nuestro parecer por esta catástrofe— seguiría urdiendo su
historia. La humanidad se olvidaría de que hubo espacio. La vida, dentro de su
no gravosa ceguera y su incorporeidad, sería tan apasionada y precisa como la
nuestra. (Borges, 1980, I: 133)
A partir de 1954,
a causa de la progresiva pérdida de sus facultades
visuales, Borges se vio obligado a leer a través de otra persona; en estas
circunstancias tal vez descubrió con mayor claridad que en la experiencia de la
lectura a través de otro, la mente trabaja de modo diferente y puede llegar a
pensar que el tiempo fluye de otra manera, cerrados los ojos a la insidia de lo
obvio —como diría él—, la mirada se abre a otro tiempo, a otro espacio también.
En esas nuevas circunstancias, Borges parece mirar con ojos de quien, ante
todo, persigue el sentido como destino, mira con ojos de quien no teme
aventurarse por la región de las sombras donde todo encuentro supone una
iluminación.
Borges advierte reiteradamente que el ejercicio de la
crítica se nutre de conocimiento y de ideas, pero también indica que ambiciona
algo más al superar la letra como valor incuestionable y al considerar como
poco beneficiosa toda explicación que es propuesta como definitiva.
Desde sus primeros escritos de crítica, Borges acentúa una
postura que todo lo cuestiona, y en esa disposición deconstruye lo que alguien
ha llamado la "cultura de cátedra". Algunos títulos de sus trabajos
son reveladores de este propósito, como La penúltima versión de la realidad
(1928) y La postulación de la realidad (1931). Este último escrito, con su
admirado laconismo y con la belleza de sus frases, desarrolladas por una
inteligencia imaginativa y una imaginación razonada, es desde su inicio una
buena muestra de su actitud crítica, en la que considera la realidad como
postulación.
Hume notó para
siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no
producen la menor convicción; yo desearía, para eliminar las de Croce, una
sentencia no menos educada y mortal. La de Hume no me sirve, porque la diáfana
doctrina de Croce tiene la facultad de persuadir, aunque ésta sea la única. Su
defecto es ser inmanejable; sirve para cortar una discusión, no para
resolverla. (Borges, 1980, I: 153)
Borges, como algunos de sus colegas latinoamericanos —sobre
todo Alfonso Reyes— parece movido por el deseo de invalidar con razones humanas
la momentánea fe que exige de nosotros el arte, nos despierta también de la
cómoda y seductora tendencia a depositar nuestra confianza en paradigmas que
figuran como decisivos y que han favorecido el mito de la teoría y de la
cientificidad, que han fomentado la reverencia a los dogmas académicos y la
aceptación de lenguajes presuntamente irrefutables y superiores que nos hacen
delegar nuestra responsabilidad en ellos. La crítica de Borges, a la vez que
los redimensiona, evita ofrecernos alternativas acabadas y más bien nos
presenta medios para renovar nuestro ejercicio de lectores, porque leer es una
experiencia que —como narrar— saca al individuo de sí para que acabe
encontrándose consigo mismo: leer es crear, es vivir. El lector de verdad
crítico contradice su objetivo si tiene como propósito el regreso a las
fuentes, el respeto a la tradición o la meticulosa observancia de un método.
Tanto en la escritura como en la lectura el sujeto consigue descubrir un
secreto o una verdad a medias sobre sí mismo, se entrega a sus propios sueños,
para sacar fruto de ellos al compartir con los otros esa existencia
"otra" en el mundo nebuloso y de ensueño en el cual se ha atrevido a
ingresar. La lectura que Borges nos sugiere es para practicarse sin pedir
seguridades, es una lectura atenta a sus sugerencias, porque un libro es más que
una estructura verbal; es el diálogo que entabla con su lector.
Bibliografía
Borges, Jorge Luis (1980), Prosa Completa, Barcelona,
Bruguera, 2 T
y Adolfo Bioy Casares (1987), Antología de relatos
fantásticos, México, Hermes
Fuente : La
Colmena
Revista de la Universidad Nacional
Autónoma de México
Herminio Núñez Villavicencio
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