Tomás Eloy Martínez
Hace dos mil años, y aun algunos siglos después, la religión
era una pasión absorbente y avasalladora. Estaba en juego algo mucho más
trascendental que la supremacía de los apóstoles depositarios de la doctrina,
que habían escuchado las enseñanzas del Maestro después de la Resurrección, cuando
Jesús ya se había desprendido de su cuerpo mortal y su alma estaba en relación
directa con Dios.
Para las primeras pequeñas comunidades cristianas eran
intolerables las desviaciones heréticas que se expandían entonces velozmente en
el territorio de Palestina y las tierras adyacentes. Simonianos, ebionitas y
nazarenos no tardaron en ser aplastados. El fuego de la piedad era aplacado por
rencillas incesantes. Aunque la memoria de la pasión y muerte de Cristo era el
lazo que unía a todos los fieles, había pasado menos de un siglo desde la
crucifixión y las disputas no tenían fin.
Se discutía sobre el perdón de los pecados, sobre la
virginidad de María, sobre la salvación o la perdición del alma inmortal y
sobre el significado oculto de las palabras de Jesús, que, en definitiva, eran
revelaciones de Dios. La autoridad de las profecías de la Biblia hebrea disiparon
muchas de las dudas. Miles de cristianos iban a la guerra y sucumbían para
imponer la idea de que Jesús era una encarnación humana de Dios y para negar o
afirmar que Dios era uno y trino. En cada soldado había un teólogo. Cada
capitán defendía un dogma que se declaraba el único verdadero y consideraba que
las otras creencias eran blasfemias o herejías que debían ser castigadas con la
muerte.
En el siglo II, la cristiandad distaba de ser unánime. Se
dividía en facciones enemigas, cada una de las cuales apoyaba sus creencias en
cinco o más evangelios. Todos ellos se presentaban como los únicos intérpretes
fieles de las enseñanzas de Jesús. Las luchas implacables se prolongaron
durante siglos. A fines de la cuarta centuria, un grupo al que se conoció
después como los protoortodoxos impuso una voz única. Si bien se aceptó que
sólo cuatro evangelios formarían el cuerpo central de la doctrina, durante
muchos años más esos textos fueron sometidos a supresiones y correcciones para
eliminar anacronismos y contradicciones.
Los evangelios canónicos fueron escritos entre 65 y cien
años después de la crucifixión. Se supone que el primero fue el de Marcos, y
que Mateo y Lucas completaron los suyos hacia esa época. Los cuatro cuentan,
con pocas variantes, las mismas historias sobre la vida, las enseñanzas y la
pasión de Jesús. En los cuatro, la figura de Judas, el apóstol traidor, es
estigmatizada cada vez con más énfasis. Juan, el último de los cuatro, no puede
ocultar la cólera que le produce el delator. Lo describe aferrado a la bolsa
del dinero, marchándose furtivamente de la Cena hacia su castigo infernal.
Fuera del canon quedaron los relatos de evangelistas como
Santiago, Bartolomé, Felipe, Tomás y Pedro. Se los consideraba apócrifos,
palabra que en los primeros tiempos de la Iglesia significaba secretos u ocultos. Todos
coincidían en señalar que, sin la traición de Judas Iscariote, sin los
latigazos, sin la corona de espinas y la muerte en la cruz, la Redención no habría sido
posible. Con esos actos se cumplían las Escrituras, en las que también se
anticipa que el traidor va a recibir treinta monedas de plata.
La sombra satánica de Judas se arraigó a tal punto en la
imaginación de la cristiandad que la iconografía medieval y la renacentista lo
representan con la mirada huidiza, apartándose de la mesa de la Ultima Cena, separado
de los otros apóstoles y aferrando la bolsa con el pago ignominioso por su
crimen. En el último canto de la
Commedia , Dante lo describe desgarrado por los dientes de
Satanás en el círculo más hondo del infierno y, para artistas como Caravaggio y
Leonardo, la fealdad de su cara y la hipocresía de su expresión fueron un
reflejo de las tinieblas de su alma.
Como todos los educados en la cultura de la Iglesia de Roma, recuerdo
haber leído con incrédulo asombro las Tres versiones de Judas, que Borges
publicó en 1944. Es uno de los cuentos de su libro Ficciones . Allí Borges
atribuye al teólogo escandinavo Nils Runeberg el descubrimiento de un Judas
distinto del de los cuatro evangelios. Runeberg observa que el beso de Judas
para marcar a su Maestro es un acto superfluo, por no decir inútil. No había
por qué identificar a un Rabbi que predicaba con frecuencia en la sinagoga y
obraba milagros ante millares de hombres. Pero, como bien señala Borges,
"suponer un error en las Escrituras es intolerable". La traición de
Judas, por lo tanto, dista de ser casual, y debe leerse como uno de los actos
más misteriosos en la economía de la Redención.
Judas es el único de los apóstoles que intuye la divinidad
de Jesús. Se rebajó a cometer la peor de las infamias sólo para que el Verbo se
hiciera carne en la cruz y salvara a la humanidad. Para un joven de veinte
años, los que yo tenía entonces, era una audacia, casi un escándalo, leer que
el Supremo Mal se transformaba, por un malabarismo de la inteligencia, en un
camino necesario para el Supremo Bien. Comenté ese estupor con algunos
predicadores de mi provincia. Todos ellos coincidieron en que la tesis de
Borges, creada con las armas de la razón, debía mantenerse en extremo secreto.
Si por azar salía a la luz, era preciso refutarla de inmediato con las armas de
la fe.
En 1978, un grupo de campesinos que buscaba tesoros
enterrados en las cuevas del Egipto Medio descubrió algo mucho más valioso que
el oro. Eran los libros del que más tarde sería conocido como Códice Tchacos,
compuestos por un grupo de cristianos gnósticos que valoraban el conocimiento
como camino esencial para llegar a Dios. Restaurar esos textos, poner un orden
mínimo en el complejo rompecabezas, exigió una década de paciencia. Los
papiros, resecos por la falta de cuidado, eran una parva de fragmentos
minúsculos, ennegrecidos, casi ilegibles. Entre esos desechos estaba el
Evangelio de Judas. Después de que National Geographic lanzó una primera
edición en inglés, fue traducido a todas las lenguas occidentales.
Que el Evangelio de Judas haya sobrevivido a tantas
negligencias y saqueos de los mercaderes es un prodigio. Más asombroso aún es
que coincida casi letra por letra con las especulaciones de Borges.
¿Cómo pudo el autor de Ficciones adelantarse cuatro décadas
a las revelaciones de un relato que, en 1944, no sólo era desconocido, sino que
a la vez no estaba en la imaginación de nadie? ¿Cómo, además, fue capaz de
hilar tan fino en la vislumbre de un problema teológico extremadamente
complejo? Una respuesta posible es que Borges, lector atento como ninguno, pudo
haber conocido, en la edición de Cambridge, los volúmenes de Adversus haereses
, una minuciosa refutación de todas las herejías escrita por el obispo Ireneo
de Lyon, quien, por supuesto, menciona el texto de Judas.
Según los gnósticos, que recibían su inspiración del apóstol
infiel, el problema fundamental de la vida humana no es el pecado, sino la
ignorancia. El único camino válido para llegar a Dios es el del conocimiento,
no el de la fe, que es propia de los hombres simples y primitivos.
En el Evangelio de Judas, el apóstol se acerca a Jesús,
quien lo instruye en el Gran Secreto. El Maestro no es un simple mortal.
Procede de un mundo superior, situado más allá de toda comprensión. El cuerpo
de Jesús no tiene una apariencia única, sino que adopta distintas formas, a
voluntad. Para regresar al mundo perfecto del Espíritu, Jesús debe morir. Judas
hará lo necesario para ayudar a Jesús en su tránsito a la eternidad. Al conocer
el Secreto, Judas es el único discípulo que sabe. Está unido al Maestro no por
las simplicidades de la fe sino por la firmeza del conocimiento. Dios es un
infinito tan sublime que ninguna palabra puede describirlo. Hasta la palabra
Dios es insuficiente e inadecuada para designar la Deidad.
Desde el siglo IV, el nombre de Judas quedó ligado a
"judío" y "judaísmo". Se lo presentaba como el judío
malvado que, con su beso traidor, había desatado los tormentos del Gólgota. Su
paso fugaz por el Nuevo Testamento enciende las llamas de un antisemitismo que
se prolongará por más de mil novecientos años. Susan Gubar, profesora de la Universidad de Indiana
y autora de una excelente biografía de Judas, cree que la imagen del apóstol
traidor y codicioso, repetida incansablemente durante centurias, fue el
antecedente que permitió a los nazis justificar el exterminio de los judíos, a
tal punto que, según Gubar, Judas fue para ellos "la musa del
Holocausto".
Borges no aprueba ni justifica las herejías, aunque su
relato, al enumerar las blasfemias, las reproduce sin censuras. Con
clarividencia, advierte que sobre Judas convergen antiguas maldiciones divinas y
se lamenta porque esas maldiciones, que deberían haber servido para glorificar la Redención, oscurecieron
la santidad de su sentido.
Fuente : La
Nación
Sábado 03 de octubre de 2009
http://www.lanacion.com.ar/1181718-borges-y-judas
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