Por Álvaro Abós
Jorge Luis Borges quiso escribir un libro sobre Spinoza, para lo cual reunió una profusa bibliografía sobre el autor de la Etica, de la que poseía versiones en múltiples lenguas, entre ellas castellano, francés, inglés y alemán. "Me he pasado la vida explorando a Spinoza", confesó Borges. Sin embargo, nunca escribió ese libro, aunque, con el intervalo de diez años, compuso dos sonetos en homenaje al filósofo. ¿Por qué un hombre que dedicó una larga vida productiva a la literatura —Borges empleó más de seis décadas de su vida en escribir— no pudo llevar a cabo ese proyecto? ¿Qué se lo impidió? Existen algunos indicios de que la resistencia de Borges —dotado de un gran sentido de la reserva, alguien cuya notoriedad no buscada lo colocó, en las últimas dos décadas de su vida, en la mira de los medios de comunicación, incluso de aquellos más sensacionalistas, y que al enterarse de que padecía un cáncer incurable decidió, contra todos los condicionamientos familiares e ideológicos, mudarse, para morir en paz, a una ciudad extranjera— para escribir finalmente el libro que anhelaba sobre Spinoza era la misma que sentía para hablar de sí mismo. "Junté los materiales", admitió, "y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme".
Esa sospecha se incrementa leyendo la transcripción del
diálogo que Borges sostuvo con el público que asistía, la tarde del 16 de enero
de 1981, a
su conferencia sobre Spinoza en el salón de actos de la Escuela Freudiana
de Buenos Aires.1 Uno de sus oyentes, uno de los psicoanalistas que estaban
allí aquella tarde, le preguntó por que había dicho Borges que Spinoza nunca
podría haber hablado con Quevedo. Debe explicarse que antes, en otro momento de
la conferencia, Borges se había maravillado de que en la biblioteca del
filósofo de La Haya
estuvieran Cervantes y Quevedo. Y Borges, ante la pregunta de su interlocutor,
se explayó sobre la desmesura de Quevedo. Pero lo hizo de una manera
sorprendente, de una manera que instala la hipótesis en la que se basan estas líneas.
Es sorprendente, en efecto, la forma que tuvo Borges de aludir a ese triángulo
(Spinoza—Borges—Quevedo). En la tarde de ese 16 de enero de 1981, en la casa de
los psicoanalistas de Buenos Aires, Borges dijo, textualmente, estas palabras:
"Al decir Spinoza creo que pensé en mí. Yo no podría conversar con
Quevedo".
Cuando Borges, aquel 16 de enero de 1981, habló ante los
psicoanalistas de Buenos Aires, aún estaba alineado junto a la dictadura que
entonces regía el país. Había accedido a comer con Videla, lo elogió, se dejó
condecorar por Pinochet, alentaba un golpe de Estado contra James Carter.
Pero las cosas habían cambiado cuando Borges volvió a hablar
sobre Spinoza, otra tarde, la del 1o. de abril de 1985, en la Sociedad Hebraica
Argentina. Entre ambas fechas, en realidad a fines de 1981, antes de la guerra
de las Malvinas, en un documental para la bbc, hablando en inglés, había dicho:
"Al ser ciego, y no leer los diarios, yo era muy ignorante. Pero la gente
vino a mi casa a contarme historias tristes sobre la desaparición de sus hijos,
esposos, así que ahora estoy bien enterado... Ahora lo sé todo sobre esa
miseria y esos crímenes...".
Entre una y otra fecha, discretamente, sin alharacas,
algunas madres habían subido, una y otra vez, al modesto séptimo piso de la
calle Maipú, para hablar, en susurros, poco menos que en secreto, con Borges.
Un poco más de tres siglos antes también hubo visitas
discretas en la modesta casa de pensión del decorador Van Deer Spick en la Pavilgongracht de La Haya, en uno de cuyos cuartos
vivía el filósofo y pulidor de lentes Baruj Spinoza. Un sombrío carruaje negro,
con las cortinas echadas y algunos guardias embozados, aguardaba al visitante
que había ido a entrevistar, a sostener largas conversaciones con el inquilino
de la casa de hospedaje. Era el Gran Pensionario Jan de Witt, jefe de la
república holandesa e impulsor del régimen liberal y progresista, el poderoso
Jan de Witt, el más grande político holandés de su tiempo, quien no vacilaba en
acudir una y otra vez a la pensión del señor Van Deer Spick porque consideraba
indispensable discutir con el filósofo los laberintos de la política de su
tiempo, una política que se cobraría todas las deudas sobre la persona del
Pensionario, a quien las turbas orangistas asesinarían, una aciaga jornada de
agosto de 1672, mutilándolo atrozmente. Al conocer la tragedia, el hombre
quieto de la
Pavilgongracht perdió su prudencia proverbial y, desesperado,
quiso fijar sobre los muros, en el lugar del crimen, un libelo acusatorio que
redactó y tituló Ultimi Barbarorum. Pero el señor Van Deer Spick se lo impidió,
salvándole la vida.
Quizá fueran algunos de estos hechos los que rondaban la
cabeza de un hombre de 85 años —sólo le quedaba uno de vida— cuando el 1o. de
abril de 1985 —el dictador Videla ya no estaba en el poder, sino en la cárcel—
hablaba en la sede de la comunidad judía bonaerense2 y confesaba: "Me he
pasado la vida explorando a Spinoza". Y Borges —podemos imaginar, quienes
no estuvimos allí aquella tarde, en aquel salón de la calle Sarmiento, de
Buenos Aires, la voz gangosa y quebrada de Borges, su tono monocorde—explicaba
que "Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a
Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin". Y de inmediato Borges pronunció
la siguiente invocación: "Pero mientras él se dedicaba a ese propósito
estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de
Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su
propia vida. Recuerdo la expresión latina vida umbratiles (‘vida en la
sombra’). Es lo que buscó Spinoza y lo que no ha logrado ciertamente, ya que
ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que
él casi ignoró; estamos aquí, pensando en él, yo tratando de hablar de él, y
todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo".
Años antes, Borges, en el primero de los dos sonetos que
dedicó a Spinoza, lo había nombrado con parecidas palabras: "... el hombre
quieto / que está soñando un claro laberinto...". Y diez años más tarde
volvió a evocar el cuarto de pensión de La Haya, allí donde "...el asiduo manuscrito /
aguarda, ya cargado de infinito. / Alguien construye a Dios en la
penumbra".
En los mismos años en los cuales, en la Argentina del dictador
Videla en el poder y luego en la cárcel, Borges evoca e invoca a Spinoza, otro
hombre hace lo propio en la cárcel de Rebibbia, en Roma (pero también en otras
prisiones esparcidas por toda Italia: las de Rovigo, Fossombrone, Calvi y
Trani), donde ha sido encerrado por considerársele el autor intelectual del
terrorismo de las Brigadas Rojas.
Es Antonio Negri, o Toni Negri, catedrático de filosofía y
preso político que comienza el libro que escribe en la celda con una frase
drástica: "Spinoza es la anomalía". Y explicando que si Spinoza, ateo
y maldito, no terminó en la cárcel o en la hoguera, a diferencia de otros
innovadores revolucionarios de los siglos xvi y xvii, se debe al hecho de que
el mercantilismo holandés del xvii "experimenta una tendencia hacia un
porvenir de antagonismos".
Porque, para Toni Negri, la anomalía de Spinoza es una
"anomalía salvaje",3 porque "Spinoza muestra que la historia de
la metafísica comprende alternativas radicales".
¿Qué tienen que ver el doctrinario rabioso de la
ultraizquierda que se revuelve en el ergástulo con el escritor reaccionario que
elogia a la dictadura? ¿Cuál es el vínculo secreto que une a uno y otro con
Spinoza?
Es Pere Gimferrer, en la página de su dietario que escribió
el 22 de noviembre de 1981 en El Correo Catalán,4 quien da una pista, pues,
aludiendo a otro revolucionario que por esas fechas se había precipitado en la
demencia criminal —Althusser—, encuentra una ligazón con Borges, que es posible
extender a Negri: "El rechazo en Borges y en Althusser [y, yo agrego, en Borges
y en Negri. A.A.] de cualquier transacción entre lo real y lo utópico".
Señala más adelante Gimferrer que, "desde un polo quizá sólo aparentemente
opuesto, el escepticismo absoluto de un Borges tiene un fondo crítico no muy
distinto y recibe, con la acusación de reaccionarismo, la misma consideración
social de hecho delictivo".
En la sede de la Escuela Freudiana
de Buenos Aires, un psicoanalista le dice a Borges, la tarde del 16 de enero de
1981, que "su lectura (de Spinoza) ayuda a leer al escritor como
personaje".
Y Borges reincide en su idea de la corporización de Spinoza,
porque confirma que "un escritor crea (...) no solamente al personaje de
sus sueños, sino que deja adherido otro personaje que es él mismo". Y si
bien, para Borges, "Spinoza no se propuso dibujarse, sino convencernos de
la verdad de su sistema, sin embargo hoy pensamos en Spinoza y pensamos en él
como en un querido amigo que hemos perdido, que no hemos tenido la suerte de
conocer".
Y Borges, que al pensar la incompatibilidad entre Spinoza y
Quevedo ha confesado que pensaba en la incompatibilidad entre Borges y Quevedo,
es decir, que al pensar en Spinoza pensaba en él mismo, vuelve una y otra vez a
Spinoza como personaje: "Lo que ha quedado del nombre de Spinoza no son
sus demostraciones, que creo que no convencen a nadie, su método geométrico:
todo eso ha desaparecido. Lo único que hay son esas dos imágenes, la del hombre
Spinoza, que nació y murió en Holanda, que rehusó favores que le ofrecían los
grandes, que quiso vivir en humildad; y luego, la idea de un Dios
infinito".
Pero para Borges el sistema no es un atributo de Dios, sino
un atributo de Spinoza. Y Borges, en su conferencia del 16 de enero de 1981,
vuelve a reiterar la trama a partir de la cual ha construido uno de sus cuentos
más célebres: la del hombre que quiere dibujar el mundo, y va dibujando un
ancla, luego un árbol, luego un laurel, y una espada, una balanza, un muro, un
círculo, y luego advierte que lo que ha dibujado es sólo su cara. Y Borges,
cuando termina de dibujar su cara, advierte que es la cara de Baruj Spinoza.
Porque Borges, que pensó, escribió y habló de la muerte con
asiduidad nunca desechó la reencarnación. Y una vez dijo, con escepticismo, con
módica esperanza, con resignación: "Puede ser que haya otra vida, por qué
no. Que uno, después de todo lo que tuvo que pasar, en vez de descansar, vuelva
a nacer y siga viviendo...".5
Y esto explicaría la hipótesis que el lector quizás haya
adivinado ya, y que recorre estas líneas como una arteria madre, la hipótesis
que explicaría la obsesión de Borges, sus sonetos, las conferencias que pronunció
en sendas tardes, una del verano austral, otra del otoño, en Buenos Aires, la
extraña trasposición de identidades a propósito de Quevedo y la fantasía sobre
el dibujo de un rostro.
A saber: que esa reencarnación se habría producido, y que un
filósofo holandés del siglo xvii volvió a vivir en la piel de un escritor
argentino del siglo xx.
Referencias
1 Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, Angelma,
Buenos Aires, 1993.
2 Publicado en Clarín, Buenos Aires, el 27 de octubre de
1988.
3 Antonio Negri: La anomalía salvaje, Anthropos, Barcelona,
1993.
4 Pere Gimferrer: Segundo dietario, Seix Barral, Barcelona,
1985.
5 Carlos Stortini: El diccionario de Borges, Sudamericana,
Buenos Aires, 1988.
Álvaro Abós. Escritor. Premio Jaén de Novela 1993 con El
simulacro (Debate).
Encontrado en:
http://www.nexos.com.mx/internos/saladelectura/borges8.asp
Fuente : Solo Literaura
http://www.sololiteratura.com/bor/borholaspinoza.ht
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